Todo lo consumado en el amor
no será nunca gesta de gusanos.
Los despojos del mar roen apenas
los ojos que jamás
—porque te vieron—,
jamás
se comerá la tierra al fin del todo.
Yo he devorado tú
me has devorado
en un único incendio.
Todo lo consumado en el amor
no será nunca gesta de gusanos.
Los despojos del mar roen apenas
los ojos que jamás
—porque te vieron—,
jamás
se comerá la tierra al fin del todo.
Yo he devorado tú
me has devorado
en un único incendio.
Durante muchos siglos
la costumbre fue ésta:
aleccionar al hombre con historias
a cargo de animales de voz docta,
de solemne ademán o astutas tretas,
tercos en la maldad y en la codicia
o necios como el ser al que glosaban.
Son pocos.
La primavera está muy prestigiada, pero
es mejor el verano.
Y también esas grietas que el otoño
forma al interceder con los domingos
en algunas ciudades
ya de por sí amarillas como plátanos.
El invierno elimina muchos sitios:
quicios de puertas orientadas al norte,
orillas de los ríos,
bancos públicos.
¿Qué interroga
el girasol más alto sobre
las rosas?
¡Mudo
espanto del jazmín! Las ampulosas
dalias retuercen su violenta
envidia. Una begonia
extiende al sol la palma verde
de su mano. Viva, ojerosa
flor: el pensamiento.
…y las muchachas andan con las piernas desnudas:
¿por qué las utilizan
para andar?
Mentalmente repaso
oficios convincentes
para ellas —las piernas—,
digamos: situaciones
más útiles al hombre
que las mira
despacio,
silbando entre los dientes
una canción recuperada
apenas
—ese oficio no me gusta…—
en el acantilado del olvido.
Debajo del poema
—laborioso mecánico—,
apretaba las tuercas a un epíteto.
Luego engrasó un adverbio,
dejó la rima a punto,
afinó el ritmo
y pintó de amarillo el artefacto.
Al fin lo puso en marcha, y funcionaba.
—No lo toques ya más,
se dijo.
Como médanos de oro,
que vienen y que van
en el mar de la luz,
son los recuerdos.
El viento se los lleva,
y donde están están,
y están donde estuvieron
y donde habrán de estar…
(Médanos de oro).
No; la lluvia no te moja:
te resbala.
Tienes la piel de aceite, amada mía.
Ungida con aceite, perfumada.
Todo lo ha traspasado de ternura
la lengua transparente de las aguas.
Un vapor dulce, como el aliento
de un buey, cálidamente exhalan
los árboles.
Tira la piedra de hoy,
olvida y duerme. Si es luz,
mañana la encontrarás
ante la aurora, hecha sol.
Sé que llegará el día en que ya nunca
volveré a contemplar
tu mirada curiosa y asombrada.
Tan sólo en tus pupilas
compruebo todavía,
sorprendido,
la belleza del mundo
—y allí, en su centro, tú
iluminándolo.
Por eso, ahora,
mientras aún es posible,
mírame mirarte;
mete todo tu asombro
en mi mirada,
déjame verte cuando tú me miras
también a mí,
asombrado
de ver por ti y a ti, asombrosa.
Aborrezco este oficio algunas veces:
espía de palabras, busco,
busco
el término huidizo,
la expresión inestable
que signifique, exacta, lo que eres.
Inmóvil en la nada, al margen
de la vida (hundido
en un denso silencio sólo roto
por el batir oscuro de mi sangre),
busco,
busco aquellas palabras
que no existen
—quizá sirvan: delicia de tu cuello…—
que te acosan y mueren sin rozarte,
cuando lo que quisiera
es llegar a tu cuello
con mi boca
—…o acaso: increíble sonrisa que he besado—,
subir hasta tu boca
con mis labios,
sujetar con mis manos tu cabeza
y ver
allá en el fondo de tus ojos,
instantes antes de cerrar los míos,
paz verde y luz dormida,
claras sombras
—tal vez
fuera mejor decir: humo en la tarde,
borrosa música que llueve del otoño,
niebla que cae despacio sobre un valle—
avanzando hacia mí,
girando,
penetrándome
hasta anegar mi pecho y levantar
mi corazón salvado, ileso, en vilo
sobre la leve espuma de la dicha.
Que nada me invada de fuera,
que sólo me escuche yo dentro.
Yo dios
de mi pecho.
(Yo todo: poniente y aurora;
amor, amistad, vida y sueño.
Yo solo
universo).
Pasad, no penséis en mi vida,
dejadme sumido y esbelto.
Y a última hora no quedaba nada:
ni siquiera las hojas de los árboles
—acacias—, ni el viento de la tarde,
ni la alegría, ni la desesperanza.
La caricia que pudo haber rozado
aquella piel, no se produjo porque
aquella piel no era la tuya,
ni los ojos
que me miraban eran
tus ojos, ni el deseo
—que en otro tiempo hubiera sido
suficientetenía
sentido, desviado
del cauce de ti misma.
No recordar nada…
Que me hunda la noche callada,
como una bandada
blanda y acabada.
(Que no quede nada…
Que pase la mujer amada
por una dejada
estancia soñada)
No desear nada…
Perderse en la idea sagrada,
como una dorada
sombra en la alborada.
Elena despertó a las dos y cinco,
abrió despacio las contraventanas
y el sol de invierno hirió sus ojos
enrojecidos. Apoyada
la frente en el cristal,
miró a la calle: niños con bufandas,
perros. Tres curas
paseaban.
En ese mismo instante,
Dora comenzaba
a ponerse las medias.
Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando.
Y se quedará mi huerto con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Todas las tardes el cielo será azul y plácido,
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.
Que yo estoy en la tierra,
que yo soy calle oscura y mala,
jaula fría y mohosa,
campo cerrado siempre
¿quién lo podrá negar?
Que tú estás por el cielo,
que tú eres nube de colores,
pájaro errante y libre,
brisa de última hora,
¿quién lo podrá negar?
No sois vosotras, ricas aguas
de oro, las que corréis
por el helecho, es mi alma.
No sois vosotras, frescas alas
libres, las que os abrís
al iris verde, es mi alma.
No sois vosotras, dulces ramas
rojas las que os mecéis
al viento lento, es mi alma.
¡Ese día, ese día
en que yo mire el mar –los dos tranquilos–,
confiado a él; toda mi alma
–vaciada ya por mí en la Obra plena–
segura para siempre, como un árbol grande,
en la costa del mundo;
con la seguridad de copa y de raíz
del gran trabajo hecho!
Eternidad, belleza
sola, ¡si yo pudiese,
en tu corazón único, cantarte
igual que tú me cantas en el mío
las tardes claras de alegría en paz!
¡Si en tus éstasis últimos,
tú me sintieras dentro
embriagándote toda,
como me embriagas todo tú!
Si yo fuese Dios
y tuviese el secreto,
haría un ser exacto a ti;
lo probaría
(a la manera de los panaderos
cuando prueban el pan, es decir:
con la boca),
y si ese sabor fuese
igual al tuyo, o sea
tu mismo olor, y tu manera
de sonreír,
y de guardar silencio,
y de estrechar mi mano estrictamente,
y de besarnos sin hacernos daño
—de esto sí estoy seguro: pongo
tanta atención cuando te beso—;
entonces,
si yo fuese Dios,
podría repetirte y repetirte,
siempre la misma y siempre diferente,
sin cansarme jamás del juego idéntico,
sin desdeñar tampoco la que fuiste
por la que ibas a ser dentro de nada;
ya no sé si me explico, pero quiero
aclarar que si yo fuese
Dios, haría
lo posible por ser Ángel González
para quererte tal como te quiero,
para aguardar con calma
a que te crees tú misma cada día
a que sorprendas todas las mañanas
la luz recién nacida con tu propia
luz, y corras
la cortina impalpable que separa
el sueño de la vida,
resucitándome con tu palabra,
Lázaro alegre,
yo,
mojado todavía
de sombras y pereza,
sorprendido y absorto
en la contemplación de todo aquello
que, en unión de mí mismo,
recuperas y salvas, mueves, dejas
abandonado cuando —luego— callas…
(Escucho tu silencio.
Vosotras, piedras
violentamente deformadas,
rotas
por el golpe preciso del cincel,
exhibiréis aún durante siglos
el último perfil que os dejaron:
senos inconmovibles a un suspiro,
firmes
piernas que desconocen la fatiga,
músculos
tensos
en su esfuerzo inútil,
cabelleras que el viento
no despeina,
ojos abiertos que la luz rechazan.
¡Hoja verde
con sol rico,
carne mía
con mi espíritu!
Escribir un poema: marcar la piel del agua.
Suavemente, los signos
se deforman, se agrandan,
expresan lo que quieren
la brisa, el sol, las nubes,
se distienden, se tensan, hasta
que el hombre que los mira—
—adormecido el viento,
la luz alta—
o ve su propio rostro
o —transparencia pura, hondo
fracaso— no ve nada.
Yo sé que existo
porque tú me imaginas.
Soy alto porque tú me crees
alto, y limpio porque tú me miras
con buenos ojos,
con mirada limpia.
Tu pensamiento me hace
inteligente, y en tu sencilla
ternura, yo soy también sencillo
y bondadoso.
La lágrima fue dicha.
Olvidemos
el llanto
y empecemos de nuevo,
con paciencia,
observando a las cosas
hasta hallar la menuda diferencia
que las separa
de su entidad de ayer
y que define
el transcurso del tiempo y su eficacia.
Noche estrellada en aceptable uso,
con pálidos reflejos y opacidad lustrosa,
vieja chistera inútil en los tiempos que corren
como escuálidos galgos sobre el mundo,
definitivamente eres un lujo
que ha pasado de moda.
Tras la fría superficie de las calles de luna,
el alcanfor del sueño conserva en el almario
de la ciudad oscura a los que duermen
y no te verán nunca.
Mucho les importa la poesía.
Hablan constantemente de la poesía,
y se prueban metáforas como putas sostenes
ante el oval espejo de las oes pulidas
que la admiración abre en las bocas afines.
Aman la intimidad, sus interioridades
les producen orgasmos repentinos:
entreabren las sedas de su escote,
desatan cintas, desanudan lazos,
y misteriosamente,
con señas enigmáticas que el azar mitifica,
llaman a sus adeptos:
—Mira, mira…
Detrás de las cortinas,
en el lujo en penumbra de los viejos salones
que los brocados doran con resplandor oscuro,
sus adiposidades brillan pálidamente
un instante glorioso.
Cantan, cantan.
¿Dónde cantan los pájaros que cantan?
Llueve y llueve. Aún las casas
están sin ramas verdes. Cantan, cantan
los pájaros. ¿En dónde cantan
los pájaros que cantan?
No tengo pájaros en jaula.
No hay niños que los vendan.
Los poetas prudentes,
como las vírgenes —cuando las había—,
no deben separar los ojos
del firmamento.
¡Oh, tú, extranjero osado
que miras a los hombres:
contempla las estrellas!
(El Tiempo, no la Historia).
Evita
la claridad obscena.
¡Cuánto infinito abarcado
desde esta piedra del mundo!
No estoy en el «desde aquí»,
sino en el «ya de lo último».
Quisiera estar en otra parte,
mejor en otra piel,
y averiguar si desde allí la vida,
por las ventanas de otros ojos,
se ve así de grotesca algunas tardes.
Me gustaría mucho conocer
el efecto abrasivo del tiempo en otras vísceras,
comprobar si el pasado
impregna los tejidos del mismo zumo acre,
si todos los recuerdos en todas las memorias
desprenden este olor
a fruta madura mustia y a jazmín podrido.
¿Te cojí? Yo no sé
si te cojí, pluma suavísima,
o si cojí tu sombra.
Mi memoria conserva apenas solo
el eco vacilante de su alta melodía:
lamento de metal, rumor de alambre,
voz de junco, también
latido, vena.
Recuerdo claramente su erre temblorosa,
su estremecida erre suspendida
sobre un abismo de silencio y ámbar,
desprendiéndose casi
de la música oscura que por detrás la asía,
defendiéndose apenas
del cálido misterio que la alzaba en el aire
creando un solo cuerpo de luz y de belleza.
(A ISOLDITA ESPLÁ)
¡Mira por los chopos
de plata cómo trepan al cielo niños de oro!
Y van mirando al cielo
y suben, los ojos en el azul, con frescos sueños.
¡Mira por los chopos
de plata cómo llegan al cielo niños de oro!
Trabajé el aire
se lo entregué al viento:
voló, se deshizo,
se volvió silencio.
Por el ancho mar,
por los altos cielos,
trabajé la nada,
realicé el esfuerzo,
perforé la luz
ahondé el misterio.
Para nada, ahora,
para nada, luego;
humo son mis obras,
cenizas mis hechos.
Por un camino de oro van los mirlos… ¿Adónde?
Por un camino de oro van las rosas… ¿Adónde?
Por un camino de oro voy…
¿Adónde,
otoño? ¿Adónde, pájaros y flores?
Para que yo me llame Ángel González,
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:
hombres de todo el mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos, fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo.
Escribir un poema: marcar la piel del agua.
Suavemente, los signos
se deforman, se agrandan,
expresan lo que quieren
la brisa, el sol, las nubes,
se distienden, se tensan, hasta
que el hombre que los mira—
—adormecido el viento,
la luz alta—
o ve su propio rostro
o —transparencia pura, hondo
fracaso— no ve nada.
El chamariz en el chopo.
-¿Y qué más?
El chopo en el cielo azul.
– ¿Y qué más?
El cielo azul en el agua.
– ¿Y qué más?
El agua en la hojita nueva.
– ¿Y qué más?
Poesía eres tú,
dijo un poeta
—y esa vez era cierto—
mirando al Diccionario de la Lengua.
Te llaman porvenir
porque no vienes nunca.
Te llaman: porvenir,
y esperan que tú llegues
como un animal manso
a comer en su mano.
Pero tú permaneces
más allá de las horas,
agazapado no se sabe dónde.
Porque se tiene conciencia de la inutilidad de tantas cosas
a veces uno se sienta tranquilamente a la sombra de un árbol —en verano—
y se calla.
(¿Dije tranquilamente?: falso, falso:
uno se sienta inquieto haciendo extraños gestos,
pisoteando las hojas abatidas
por la furia de un otoño sombrío,
destrozando con los dedos el cartón inocente de una caja de fósforos,
mordiendo injustamente las uñas de esos dedos,
escupiendo en los charcos invernales,
golpeando con el puño cerrado la piel rugosa de las casas que permanecen indiferentes al paso de la primavera,
una primavera urbana que asoma con timidez los flecos de sus cabellos verdes allá arriba,
detrás del zinc oscuro de los canalones,
levemente arraigada a la materia efímera de las tejas a punto de ser polvo.)
Eso es cierto, tan cierto
como que tengo un nombre con alas celestiales,
arcangélico nombre que a nada corresponde:
Ángel,
me dicen,
y yo me levanto
disciplinado y recto
con las alas mordidas
—quiero decir: las uñas—
y sonrío y me callo porque, en último extremo,
uno tiene conciencia
de la inutilidad de todas las palabras.
Deja para mañana
lo que podrías haber hecho hoy
(y comenzaste ayer sin saber cómo).
Y que mañana sea mañana siempre;
que la pereza deje inacabado
lo destinado a ser perecedero;
que no intervenga el tiempo,
que no tenga materia en que ensañarse.
Súbita, inesperada, espesa nieve
ciega el último oro
de los bosques.
Un orden nuevo y frío
sucede a la opulencia del otoño.
Troncos indiferentes.
Silencio dilatado en muertos ecos.
Sólo los cuervos
protestan en voz alta,
descienden a los valles
y —airados e insolentes—
ocupan los jardines
con su negro equipaje de plumas y graznidos.
Cuando tengas dinero regálame un anillo,
cuando no tengas nada dame una esquina de tu boca,
cuando no sepas qué hacer vente conmigo
—pero luego no digas que no sabes lo que haces.
Haces haces de leña en las mañanas
y se te vuelven flores en los brazos.
Todavía un instante, mientras todo se apaga,
la piedra que recoge lo que el cielo desdeña,
esa mancha de luz
para cuando no quede,
un poco de calor
para cuando la noche…
Todavía un instante, mientras todo se pierde,
la memoria que guarda la belleza de un rostro,
esos ojos lejanos que derraman
su claridad aquí, tan dulce y leve,
este amor obstinado
para cuando el olvido…
Pero el olvido nunca:
un instante final que se transforma en siempre,
la luz sobre la piedra,
la mirada
que dora tenuemente todavía
—después de haber miradola
penumbra de un sueño…
Sólo lo hiciste un momento.
Mas quedaste, como en piedra,
haciéndolo para siempre.
Todas vuestras palabras son oscuras.
Avanzáis hacia el hombre con serena
palidez: miedo trágico que os llena
la boca de palabras más bien puras.
Decís palabras sórdidas y duras:
«fusil», «muchacha», «dolorido», «hiena».
Lloráis a veces. Honda es vuestra pena.
Cuando el amor se va,
parece que se inmensa.
¡Cómo le aumenta el alma
a la carne la pena!
Cuando se pone el sol
lo ahondan las estrellas.