I
Vino un hombre
y me llevó del brazo,
a la fuerza,
esposado.
Me enseñó una tarjeta,
un revólver
y su alma.
Me enseñó sus ojos
y me pidió disculpas.
Dijo que cumplía órdenes.
I
Vino un hombre
y me llevó del brazo,
a la fuerza,
esposado.
Me enseñó una tarjeta,
un revólver
y su alma.
Me enseñó sus ojos
y me pidió disculpas.
Dijo que cumplía órdenes.
Las mariposas rondan el espejo.
Tiembla el corazón, tan solitario.
En el jardín cercano
el perfume rompe distraídamente sus veleros.
El aire tiene perfiles raros. La sombra es casi aroma.
Y en toda la casa el silencio impone sus brevedades de oro.
I
Vamos, amor, a recorrer caminos,
el tiempo rompe afuera sus relojes.
Todo es propicio para iniciar el viaje.
Ven, no temas.
Tuyo es el día y mía es la noche.
Tenemos junto a nosotros a los hijos, la cosecha mayor.
Me pregunto si nada ha cambiado,
si no hubo antes pájaros,
estrellas,
vientos y lluvias, nieves que fueran
blanco preludio de la infancia.
Me pregunto si las estaciones y los hombres
han sido siempre iguales, mudables
como la llama del espejo, violentos
como el dulce amanecer.
Lo que eres me distrae de lo que dices.
PEDRO SALINAS
Lo descubrí hace años en Ibiza: no eres
la que habla conmigo como las profesoras,
la que dice palabras como estratigrafía,
sobredimensionar y propósitos lúdicos,
sino la que recorre mis recovecos tibios
con una mano sabia y amable siempre húmeda,
la que impregna mi lengua con sus zumos secretos,
la que gime muy suave, la que grita muy fuerte.
Hoy llueve todo el día y el termómetro
marca fuera dos grados sobre cero.
Seguramente vale
la pena que la humanidad,
recorriendo a través de los siglos,
las abominaciones
y los millones de años luz en el camino
que lleva a la calefacción central
pueda ofrecer a un estornino
posado en la ventana, justo encima
del radiador,
los dieciocho grados del confort.
‘…Los Alejandros con olor a mar’.
Roque Dalton
Vengo con olores extraños en el cuerpo,
con olor al canto de las ranas
que llaman a sus esposos en la vera del río,
con olor de potreros que se queman en la oscuridad,
con olor a ubre de vaca en mis senos dilatados por el deseo
con olor a manantiales sudoríficos
nacidos en la ranura de los cuerpos en batalla.
I
Vergüenza me cuesta, pero has de perdonarme. Hoy no asistiré a la Junta. El motivo es pecaminoso. Justamente de cinco a siete tengo que ir a probarme unos vestidos a casa de Laura. Ya sabes lo que es ella; si pierdo mi turno, me deja desnuda este invierno.
No me acuerdo de las calles, de los primeros fuegos.
Tú me esperabas silencioso y azul como una ofrenda.
Tu mano me retenía tardes enteras,
con la claridad de los pájaros,
recorrías la monotonía de tejados y alamedas.
He reconocido con sorpresa y piedad
el frío sonámbulo de una tregua.
¡Quién retiene al amor cuando se aleja!
Tanto es mi amor, por todos mis amores,
que en el jardín de la existencia mía
a verlas marchitarse día a día
preferí siempre deshojar sus flores.
Cuanto más encendidos sus colores
mueran en su triunfante lozanía,
más triste que la muerte es la agonía
de un amor entre dudas y temores.
La noche del eclipse de luna
bebías el cobrizo reflejo de la bruma en la marisma.
Mil incendios palpitan en la penumbra.
Penitencia oculta en una piel de lirio,
albero y negro de silencio.
Cabalgo al ritmo de mi temor,
ruido seco de tambores,
-el tiempo humilla con laureles-.
¡Bella forma gentil, idolatrada;
no animes de tu cuerpo la escultura
con el fuego de un alma enamorada!
¡Forma ideal, de lo ideal pagano!
pues que la forma es sólo tu hermosura,
y no es divino en ti sino lo humano.
Querido Héctor:
Cuando esto te escribo, amor, qué palabras cubrirán la última noche del siglo, el invierno que nunca acaba, la primavera rota por la ausencia. El mundo se va a ahogar, los pájaros ya no vuelan en los espejos y el mar no ofrece ningún consuelo.
El dolor escoge sus ciudades,
el asedio aplaca sus heridas,
el amor persigue sus batallas.
En el feudo de tus manos,
-crisol de cenizas y llantos-,
perdura el olvido y sus cautelas,
languidecen augurios delicados.
Dilapido ausencias, transijo con la nada.
Un bosque de cuchillos ciñe un traje de novia.
Es la patria del fuego y la ignominia
que habita en los suburbios calcáreos de la memoria.
Los pájaros siempre son una despedida,
silente y pálida,
como ciertos atardeceres en el mar.
Una luna de alfanje corta el valle de Morna.
La húmeda niebla envuelve
el asiento trasero del destino.
Una hoguera de almendros
esclarecía el desamor.
El viento se acerca,
como una presencia
infinita.
La carretera serpea en la distancia,
como los cuerpos olvidados que van a dar al mar.
Demencia:
el camino más alto y más desierto.
Oficios de las máscaras absurdas; pero tan humanas.
Roncan los extravíos;
tosen las muecas
y descargan sus golpes,
afónicas lamentaciones.
Semblantes inflamados;
dilatación vidriosa de los ojos
en el camino más alto y más desierto.
¡Nos unió la mañana con sus risas!
En las rondas del sol
canciones de naranjas.
Danzas de nuestros cuerpos
desnudos -rojo bronce.
El olor de la luz era sagrado:
música de horizontes,
espacio de paisajes –
rojo y bronce –
ruido de melodías,
himno de soles,
eternidad
y abismo de la dicha
en la alegría loca de los vientos.
Ponderan los ocasos gustos violetas.
Un árbol negro, un árbol blanco, un árbol verde
cuelgan sus blusas
en la inmovilidad.
Ha cerrado sus párpados el viento.
Luces deshechas;
pétalos estrujados
en superposiciones.
Ponderan los ocasos gustos violetas.
El hombre de los ojos
atormentados,
que ha mirado mil auroras del mar
desde las grandes proas,
tiene el secreto
de las neblinas, las compactas y húmedas neblinas;
tiene el secreto de las claridades,
de las muy anchas, de las ilimitadas claridades
que estallan como granizadas
sobre los barcos clavados y desclavados
en los planos soleados de los días.
En mi gemido
conté mi soledad envejecida; conté todas las noches de mis días.
Mis huesos cantan el misterio del mundo.
El agua perturbada de mi reposo.
Me veo en mi gemido según pavores de inocencia.
Paz, paz:
oído de mis palabras.
Ha caído mi voz, mi última voz, que aún guarda mi nombre.
Mi voz:
Pequeña línea, pequeña canción que nos separa de las cosas.
Estamos lejos de mi voz y el mundo, vestidos de humedades blancas.
Estamos en el mundo y con los ojos en la noche.
Ha entrado la noche,
la noche de los días con sus noches, la tierras
frías y los bosques muertos.
Ha entrado la noche de la carne y de los sentidos,
la noche de las tierras caídas y los cielos muertos.
Amanecer de invierno.
Un puerto.
Ha roto su órbita un silbato
sobre los hombros de la bruma.
Lamentación del mar
y cobres de los horizontes.
Se contraen las torres silenciosas;
beben las calles gritos
en sus campanas.
Roe mi frente dura
el lobo de la media noche.
Una escondida estrella arrima su sosiego.
Entre todos los soles ya se me canta aceite de júbilos.
Siento en mis manos venir la estrella de la mañana.
Zarpas monótonas
amarillentas de las horas
de Otoño,
en las cifras muy lentas de mi hastío.
Tonalidades;
respuestas y llamadas de motivos
en una discordancia de apariencias.
Brilla el cristal de mi locura.
Efervescencias bruscas;
ojos endemoniados de un molino
junto al enorme zueco
de una carreta que relincha.
a esto
le llaman fugarse
pero
insisto
lo que duele
lo que asusta
no es la herida cerrada en la mesa
ni el vientre asombrado de una virgen
hablo de mecerse
y dejar caer el deseo
arrojarse uno
con todo y cuerpo
con la lengua recorriendo
un país de sexos inválidos
sin perderse
sin admitir apodos
asuntos indebidos
sin aferrarse
a esos muros sostenidos en la carne
a fuerza de ciudad
a uno le gusta echarse
sobre cualquier intento
saberse lo mejor
universo particular
cielo de infelices
llegan entonces
los elegidos
ofrecen llaves de aire
damos una cita
huimos hacia dentro
alguien
deberá perpetuar mi necedad
ser el vástago
entre ninguno
serás elegido
no habrá preguntas
sólo tú
vuelto náusea
ante la paciencia de ajenos
heredarás mi soledad
te otorgaré
un destino sin pudor
en la escuela
aprenderás a conquistas mapas
a multiplicar esperas
pero sobre todo
aprenderás a rendirte