Nadie sabe el silencioso peso de la sombra
o siempre hay quien sufre más, quien con todo el dolor
en una estancada agua no sabe qué dios caído
o qué recuerdo logrará disipar
la risa afilada y fría de la noche.
Nosotros esperábamos jinetes, jinetes no sabíamos de quién,
jinetes quizá de nadie. Alguien tenía que enviar jinetes,
eso nos dijeron, por eso los esperábamos. En calmar llagas
con vendas de silencio
matábamos el tiempo. Así
esperábamos jinetes. Pero
ya no esperamos.
Si el hombre tuviera tiempo de sobras
es posible que hiciera grandes cosas.
Pero tras su espesa piel el tiempo alienta
una sutil maraña de trampas y estrategias;
tras su espesa piel o en su disperso puzzle
ocasionalmente brinda adoquín de besos
para que torpes como somos
nos demos menos cuenta
de que a través de ajedreces, adioses,
inutilidades, esperas y otros juegos
poco a poco y sin saber
se vaya haciendo teoría confirmada
el que la vida nos aplasta
(y esto me gusta decirlo con un verbo que suena
como un saco de patatas).
No es bueno apretar el alma, por ver si sale tinta.
El papel sigue siendo el asesino el asesino de ti-
y quizá es mejor que la sombra y que sus dagas
por antiguas voces descalzas vayan. Por antiguas voces,
muy lejos del número y sus cárceles, entre nieblas
olvidadas.
En la soledad hiriente y absoluta a la que no he conseguido
nunca darle nombres y entre
sus sábanas que tantas veces
recuerdo son del miedo hay
todavía una arrolladora, inexplicable, casi
vergonzosa ternura que creo
que me asalta los ojos y quizá
en ellos me devora.
Noche ni con más noche se consuela. Después
que un árbol arrancado probó a con sus
sombras congraciarse ofreciendo a las pequeñas,
diarias muertes caramelos exilio
de nadie se ha hecho el verso:
hasta el estúpido oficio de leerle al tiempo
las líneas crueles de su mano se ha perdido.
Bajé del sueño, del sol y el miedo.
Bajé y seguí bajando. No había nada.
Deseé volver. Pero en el descenso
había olvidado cómo a la infancia
del primer verso trepar de nuevo.
Y así (niños y niñas) me quedé solo,
de ninguna parte rey y en mi noche
por nadie abandonado.
El papel en blanco jamás es sólo el papel en blanco:
hablar de eso es hablar fácil, mas no el decir y es cierto-
que la página en la soledad más profunda consumida
es la vida sin versos o llena de los poemas que nadie,
de los que eres tú, ha de poder escribir nunca.
Igual que no es ningún genio quien sospecha
que la lentitud venenosa de un otoño
tiene por testigo final a cualquier calle
la tinta de este papel también es la tinta última
y en la improbable forma con que consiga
abrazarme a su mentira jamás podrá
ser más cierta la vida.
(1926-1948)
Había suficientes parras en tus párpados
para dormir al sol, si así te parecía:
yo sé que sabías eso y también que yo recorro
las mismas calles que cruzaste intentando
convertirlas en múltiple escenario de ti mismo,
las noches que volviste mosaico de ocios o de sueños,
antiguas piezas únicas hechas de alcantarillas dominadas,
de cementerios asaltados, un solo desierto o arco
tensado para extremar, para extremar en lo posible
y hasta el fin la vida.
La caligrafía del amor está hecha de mariposas y de sangre,
mientras se redondea una o masculla un lobo, en el palito de la t un tonto jazmín suspira,
y asimismo hay que decir que la caligrafía del amor se parece a la de la vida
porque es bastante más que extraña, que la caligrafía y el amor
son peores que la tristeza y que la lluvia, mucho peores, sí,
y que ningún destino es tan horrible y tan hermoso
como el de quienes se envían sueños de pechos y cinturas
aprisionados bajo sellos de diecisiete o sesenta y pico pesetas
-eso depende de la urgencia, también del sitio-
y que en los abortados celofanes del adiós y sus distancias
con gran terquedad fingen creer que para cosas como éstas
aún resulta mínimamente útil el correo.
Porque vivir no basta al hombre, porque la cárcel
injusta de los días hace que se pudra
la pequeña carne de los sueños
o porque no me quedan calles ya que guarden
alguna risa dentro, o algún nombre,
sobre mi mesita de noche tengo preparado
el final cianuro silencioso.
Las memorias se venden bien, pero su precio oscila.
Depende de si guardan árboles, lagos, travesuras de infancia,
columpios o lunas, algo que se llamó ideales
y también amores, abuelas tiernas, huesos, frutas.
Sí: los sueños ya suben mucho, y sobre todo algunos.
La cálida o porosa tinta de mis sueños
afónicos pájaros da a un torso
sobre el fino papel vegetal de la memoria
y esos pájaros pueden igual ser lunas tardías
que el oculto alfabeto con que unas piernas
sin un solo respiro reelaboran nuevo el mundo.
En los ojos y otros muertos lento pesa
el mundo o el cansancio. Y quisiera ya
olvidarlo simple, cegarme fiero y un todo adiós
decir lleno de noches o de ahogadas piedras o mendigos
que no guardasen rabia
hacia los infames engaños
con que en las mañanas del sonido ingenuos
habitable creímos esta vida.
Haber escrito tan en la sombra como para que quieta sangre sea
la que duerma una obra; haber escrito la sombra o haberla sido,
desde sus clausuradas ventanas haber dicho adiós las mismas veces
que huérfana es la tierra, vanamente haber hincado
en el papel silencios
que resultaron al fin
no ser llaves maestras
y que después de haber conseguido
soportar así la vida procesiones de fracasos
en las telarañas de la tinta- ya muerto
te publique algún poemas
una desconocida revista de provincias
y que entonces alguien los encuentre cualquier cosa,
que alguien los encuentre es un ejemplo- francamente divertidos.
La causa de las palabras, que para nada sirven,
o para vivir tan sólo, es una causa pequeña.
Pero si cada día sabes con mayor certeza
que no sólo repudias las coronas
sino que cada vez te dan más asco;
si en verdad no quieres hacer de tu ya arruinada inteligencia
una prostituta mercenaria que venda sus pechos o su alma
a cualquier hijastro del dinero o si, sencillamente,
poco necesitas y tan sólo te importa soportar
con dignidad la vida y sus tristezas
mejor será que asumas desde ahora
la inevitable condena de la soledad y del fracaso
y que como luminoso o ciego abandono de estrellas
a esa pequeña, muy ridícula causa ya te abraces,
que del todo lo hagas y que en tu habitación vacía
las palabras del fuego sean ceniza, que se asalten
y persigan, que tengan frío, en su noche
a solas, por decir tu nombre.
Haber perdido la vida ya muy pronto,
y en cualquier esquina; haber sentido
cómo escapaba poco a poco
el agua de los ojos,
haber tenido tanto miedo y tanto frío
como para acabar siendo nada más
que miedo y frío.
Detrás de cada noche se esconde una amenaza
y ante una amenaza sólo queda el balcón abierto
o sus labios eran juncos que por un momento detenían
el incesante llover de la tristeza
o nuestra historia es tan pequeña y además ya tiene tanto frío
que en su único verso ahogado
resume por entero al mundo
o no debemos olvidarnos de recordar a la mañana
que para que sigamos viviendo es del todo imprescindible
que se refleje alguna vez
en los sueños del estanque.
Pero si yo fuera aún más torpe
y un torpe poema te enviara
quizá sí conseguiría explicarte
por qué sólo creo en quien fracasa,
en el hombre pequeño que no sabe,
en el triste hombre que es el miedo
y también frío, en aquel que no halla
sino nada y que si su nombre dice un sol barrido-
se ríe en su vacío.
Minuciosamente sueño a Dios durante el día
para por la noche poder creer que me perdona.
Desde la culpa de no ser feliz, de no haberlo sido,
desencuaderno mis ojos huecos y de sobras sé
que no dormir es un rastro del infierno.
y nada sino yo es el precipicio:
sobre los desvencijados telares de los sueños
no hay polvo ni sombra que pudiéramos
trabajosamente arañar ahora
para encontrar razones
que la vida hicieran fácil,
razones, espejos con nombres o tan sólo
alguna memoria y algún bache.
De todos mis amigos
yo tuve la muerte más extraña:
con el alma dislocada
fui silencio por la página.
¿DE PARTE DE QUIÉN?
En nombre de Dios abandonamos las señales en el aire.
Nos quedaba el vivir, el vivir sin trabas,
en nombre de nadie.
Yo nunca he estado en Praga, pero le sueño jardines,
escaparates llenos de temblorosos misterios y también
que los tranvías se alejan justo con la extraña forma
que cursi como soy siempre me ha hecho
llorar por los falsos recuerdos.
Si llega la noche populoso soy y la atravieso
o me pierdo en una fiesta y no entiendo
por qué estoy ante las ventanas
que se esconden en las anónimas piernas
preguntándome con insistencia cómo fue
que le crecieron a nuestro amor tantos nenúfares
y a la vez dándome por fin perfecta cuenta
de que la soledad siempre ha sido una flor seca
que alguien se dejó olvidada en un ojal.
Supongo que por ser casi lo único que estaba abierto los domingos
en el acuario municipal que están estos días derribando
habíamos pasado no sé qué desmesurado número de tardes,
y recuerdo cómo sólo llegar nos dirigíamos
a saludar a tío Alfonso convertido en un besugo,
aquel besugo afable, exacto a él y que creíamos
que a la fuerza tenía ya que conocernos.
Tras los llantos o el último gesto del sol
nada queda. Nada tras los llantos, los versos,
los retratos. Y una sombra dice que fue ella.
(Las sombras, ya se sabe, no quieren tener la culpa
de ser sombras y por eso buscan amantes, asesinas).
Pues si huérfano estuvo del aire y fue
quien le cercó la noche y no la sangre
y por ser roja cruz el miedo y crepúsculo
espeso ya su arte
ya no guardaba fuerzas
para levantar sobre el papel
aspiraciones de ventana
las tierras del suicida
no han de ser jamás las tierras muertas.
Toda historia es simple y se me olvida.
Quizá me fui a tomar café, quizá la amaba
y me perdí entre jardines de piernas esmaltadas
que fueron juncos trenzados de palabras
y después retama que mi lengua de trapo
había hecho trizas.
Una mujer se hace así: sobre las espinas del sueño,
con un poco de luna y como escogida cárcel
donde la luz se amanse. Una mujer se hace así,
y si no debería hacerse de un modo parecido.
Porque alguien fue un instante hermoso
y de antiguos, nunca escritos libros rescató
palabras parecidas a piedad -o casi tan extrañas-
ante la impasibilidad estéril de los muros
como en un final cualquiera comprendimos
que la única edad del hombre es la que calla.
Me han dicho que por aquí vive un poeta
que a fuer de humano ha llegado a celestial, dije.
Y añadí: si cree que es broma, ahora viene lo bueno:
lo digo totalmente en serio. En antiguas hojas
crepitaba el silencio.
Demasiados modos de interpretar la lluvia
ofrecen las películas; demasiados modos, demasiados ojos
y del todo excesiva esa facilidad como de postal ridícula
con que a medias entre copa y cigarrillo
los maquillados gestos de una imagen
sopesan, trituran, absorben y administran
distancia de muchacha; excesiva y también ridícula, eso,
más o menos eso es lo que me digo
cuando repaso el manual de adioses de mi vida
y desde él comprendo que es del todo cierto aquello
de que no suicidarme es algo que siempre me dio mucho trabajo,
que no suicidarme ausencia, clínica y demás patéticos
retratos desbocados- en verdad ha sido para mí
la diaria gran tarea
y que por causa del afónico equipaje
que ha tenido a bien irme imponiendo el tiempo
a estas altura ya sólo podría doctorarme
con una absurda colección de vaguedades que intentara hacer ver
a qué ruinosos extremos puede llevarnos la torpeza
si desde siempre ha dominado
la expresión de los afectos.
Crepusculaba amenazas y con fingidos jazmines
carne daba a miserias o batallas
por conseguir ponerse nombre
a través de papeles o misterios sepultados:
cinturas con livianas mordeduras de hambre,
martillos, rojos, clavados adioses y ojos
con demasiadas tortugas como para ser fotografiados:
crepusculaba, del cielo precisamente huérfano
nostalgias de sí o de nada
crepusculaba.
¿A quién pediremos noticias de Córdoba?
Ben Suhaid.
Se ha poblado de mirto el canto de las fuentes
y la paloma corta en dos el aire azul.
Allí está, con sus sombras, la luz de los recuerdos,
la geometría frágil del suave surtidor;
aquí, los laberintos de la medina blanca
con sus puertas abiertas al campo, a las palmeras,
a los pozos sonoros, a los limones frescos
y a las acequias dulces con espliego en la voz.
La plaza de tu sueño es una algarabía
de razas que contemplan el viejo palmeral.
En esa plaza miras fluir el chorro lento
de cada atardecer:
el agua se detiene en acequias con sándalo
y alminares sonoros que dan la espalda al tiempo.
No te engañe la tarde serena del oasis
que lentamente afina, desde la alfarería,
la terca estalactita azul de la nostalgia,
las murallas de greda,
la luz arrebatada del desierto infinito,
el cordobán brillante de las noches sin luna.
Tarde en los alminares rojos de la medina.
Los almuecines ciegos llaman a la oración.
Hazam el cojo sube por las callejas de agua
trémula bajo el sol en las cúpulas de oro.
Tú ves oscurecerse la vida en el jardín.
Igual que una gacela herida por la tarde,
el dolor se refugia en la humedad del huerto.
Las sombras tutelares del vergel cicatrizan
la huella incandescente del león en su piel.
La estirpe de la aguja, la raíz del escorpión,
las llagas numerosas que muerde un viento antiguo,
tenaz como la verde pimienta de Ceilán.
Desde los arrabales de la Puerta del Vino,
¿no oís bajar la voz
por los caminos de agua
tibia de las acequias
del buen Abdul Bashur,
el de Guadalajara?
La hora de la oración en la mezquita de oro.
A mí dadme las tardes serenas de la infancia.
La lentitud del patio, la penumbra del agua
invisible, el naranjo con flores, el mirto,
las columnas de mármol con racimos y acanto.
La plaza de los muertos en la medina, el arco
curvo de luz, el borde vegetal de la tarde.
La antigua voz del viento que lame como un perro
la arena innumerable, el crisol de los días,
la desolada cara secreta del leproso.
Donde los ballesteros, en la cima secreta
y apical de la tarde,
Israfil, el que anuncia el final de los días,
enciende sus hogueras de sándalo en las torres.
Los esclavos de Nubia sueñan en los zaguanes
con el álabe frío de las dagas, con ríos
de venganzas secretas del ángel de la muerte.
Ha quedado en el aire morado de la tarde
un hueco de alabastro y pigmentos de almagre.
Las palomas rasean su vuelo indiferente
sobre el mudo estertor del horizonte estrecho.
Se ha cerrado la noche. Es otoño en el mundo
y el viento tras los muros es una bestia ciega
que aúlla en los arrabales de escarcha de la muerte.
Ya los músicos ciegos, con su salmodia oscura,
cruzan lentos la Puerta del Leproso. El estuco
dudoso de la tarde se enfría en las copas de oro
del salón del visir.
Y por los muladares que muerde un viento antiguo
la sombra extiende el velo balsámico del sueño.
Recostado en la arena,
el buen Abul Jaqam
te había prometido una noche de amor.
Tras la primera unión se ha quedado dormido
hasta el amanecer.
Y tú has tenido tiempo
de ver en él la imagen de las hogueras leves
del ocaso, la imagen
exacta, ausente y lenta de la muerte.
La luz de parasceve, la casa de David.
Con espadas de fuego, los ángeles del sueño
encienden luminarias detrás de la medina.
En las puertas de bronce los eunucos se duermen
escuchando los cuentos de los fabuladores.
Abu Imram les ofrece el pebetero antiguo
que vio arder una noche caliente en Tremecén.
Un hombre no es un hombre hasta que no ha sentido
en su pecho los negros lebreles del olvido,
la torva geografía del dolor riguroso,
la arquitectura aguda del ajimez desierto,
el alpechín amargo y turbio de la ausencia.
Hasta la alcaicería la madrugada arrastra
por acequias sonoras estrellas con hinojo,
aliagas con espinas y rastros de planetas.
Desde la alberca oscura en donde los cipreses
como ciervos de vidrio se ensismisman y tiemblan.
Con frialdad mineral de reptil, el alfanje secreto
del tiempo hiere esquinas, higueras y perfiles,
orillas y alamedas y el otoño del bosque.
Traza curvas fluviales de sextante celeste;
deposita en su alcuza con terca indiferencia
la savia inconsistente del olvido o el sueño,
la sustancia frugal de las desolaciones,
el material inerte que destila la lenta
alquitara del mundo.
Por los hondos barrancos del dolor se resbala
a pozos del silencio, a la almazara oscura
donde se exprime el fruto agrio del desengaño.
El panorama mudo y herido de la nieve
y un cuchillo de luna, sin sangre, por las sierras.