A ti, que serás siempre La Ignorada,
a ti, qúe llegaste a quién sabe qué lugar
cuando yo acababa, ay, de salir de él,
o perdiste aquel tren, no sé cuál, que te hubiera traído
al centro de mi vida,
o estabas en un banco de algún parque
un día que yo no quise pasear entre las hojas verlenianas,
a ti,
por la chacarera de tu mirada que nunca he visto,
por ese corazón que desconozco y es como una playa de
setiembre,
a ti, por todo lo que me habría obligado a amarte,
a ti, que me habrías amado hasta nunca,
que ahora puedes estar llorando
en la luz fría de una habitación de hotel,
o con tus hijos en el British Museum,
o ves el arco iris en una telaraña,
o piensas en mí sin saber que soy yo,
a ti, retrospectiva, condicional, perdida,
dondequiera que estés,
este poema.
Poemas españoles
(Homenaje a A. T.)
Invierno gris sobre las sementeras
hurañas de Castilla. Atrás quedaron
-niebla harapienta y hielo- los peñascos
de Pancorbo, y la tarde palidece
tras este parabrisas de mosquitos
estrellados. La carretera, eterna
-en la cuneta, un repentino vuelo
de urracas-, va esfumándose a lo lejos,
en el futuro.
Como el agua
se afana
callada
bajo el trigo,
como la tierra,
humilde,
elabora
metales
y eleva
hasta la rosa
la hermosura,
así, de esa manera,
escribirás
tus versos:
sólo en hondo
silencio
germinan
las palabras
luminosas.
¿Quién soy
-Este intervalo de misterio
entre la rosa ardiente que corto para ti
y la rosa sombría que mi mano te tiende.
Desconocidos que te escriben cartas.
En tus versos, confiesan -entre un torpe amasijo
de entusiasmo, inocencia y metáforas ciegas-,
reconocen su vida.
Muchachos que han quemado unos pedazos
de sus mejores años componiendo,
con la más despiadada sinceridad, poemas
tuyos (que te parecen tan mediocres
como los tuyos tuyos).
Ese niño que llega, cartera remolona,
botines desatados, al colegio de Sánchez
no sabe que sus pasos felices por Sevilla
-luz, patios, calles, cales- le acercan a Collioure.
París, rue Vaugirard. Ese muchacho
gris y desmadejado que avanza hacia el otoño
verleniano del hondo Jardín de Luxemburgo
no sabe que camina hacia Collioure.
En algún cementerio de algún lugar,
ajeno a las hojas secas que el viento frotará sobre las losas
y al juego menudo de los gorriones,
yace, tierra sombría, Jacques Brel. No sabrá
que su voz, susurrando Ne me quitte pas,
nos empujó esta noche a ti y a mí hasta esta alcoba
en la que ahora nos adormece esta tibia fatiga compartida.
«Reina de los cielos, madre del pan de trigo».
Berceo, Milagros de Nuestra Señora
I
Qué música tus manos, fina corza
del mayo más intacto, qué gesto de azucena,
qué iluminada crece la hierba donde pisas.
Ay, de todos los ríos que he visto y he cantado,
de los que son un llanto, de los que se perdieron
y por mucho que buscan no encuentran su destino,
y de los orquestales, y de los escondidos
a los que baja a veces a bañarse la luna,
uno solo quisiera, uno pequeño y recto,
uno con nombre fácil de tres o cuatro letras,
y quisiera arrancarle a la tierra ese río,
borrarlo de los mapas y subirlo a tu casa
para que te cruzara la palma de la mano.
Yo soy aquel que ayer no más (si ayer
puede significar «hace dieciocho años»)
cantaba del amor y del olvido.
O, para ser exacto, de no sé qué campanas
que oía algunas tardes no sé dónde
-pero sin duda alguna allá por el ensueño-
por motivos, supongo, de endocrinología
(veintimuypocos años, y con Saturno encima
llenándome y llenándome, sigiloso e imparable
como esos camareros de restaurante bien,
mi copa de tenaz melancolía,
y, completando el cuadro -clínico, lo repito-,
alguna que otra tierna compañera de apuntes
con, por ejemplo, una manera angélica
de pronunciar together en primero de inglés
o un pañuelo estampado con momentos de hipódromo
-consúltese el poema, que entonces me encantaba,
«Agora qu’inda é tempo de cireixas»-),
y también de esa atmósfera
pura, cálida, azul, paradisíaca
… y, la verdad, notablemente apócrifa
que los críticos llaman «recuerdo de la infancia»
y más o menos sirve de escondrijo
-porque algo hay que buscarse-
cuando desde muy dentro nos acosan
como perros furiosos ciertas cosas
que mire usted por dónde
no son sino las negras consecuencias
de lo que fue realmente nuestra infancia.
Tu corazón navega en la «Kon-Tiki»,
se adentra con Amundsen por la grandes
soledades heladas,
sube al Nanga Parbat con Hermann Buhl, se abre
paso hacia el Amazonas, monta potros,
se hunde en ciénagas verdes con fiebres y mosquitos,
atraviesa desiertos, caza el oso.
Tu rostro, que aparece -un relámpago- y que
desaparece. Muero buscando entre palabras
apagadas un ascua de verdad que ilumine
un instante ese rostro. Haberlo casi visto
-un reflejo en el río- y vivir solamente
para volver a verlo. Que aparece -un relámpago-
y que desaparece.
Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados
es porque hubo una mano que, ardiente en la penumbra
de una tarde perdida,
dispuso con extraño poder unas palabras.
El tiempo, como el viento de octubre los prospectos,
arrastra hacia el ayer las tardes y los años,
los amores y los enamorados:
polvo que se adelgaza, y luego nada.
No es el canto del mirlo: es el silencio
que nos deja, un silencio
que es algo diferente del silencio
porque en él suena aún el recuerdo del canto
del mirlo. Ni silencio
ni canto: lo que ocurre cuando el canto
ya ha acabado y aún no ha empezado el silencio.
Le esposarán las manos por la espalda,
pero él tendrá seis años
y correrá mojado entre las altas
hierbas de su memoria.
Le cerrarán la puerta,
se callará la llave al otro lado,
y él verá los sinsontes entre los patriarcales
olmos de Baton Rouge, la via del Babuino,
las bateas azules de Cangas de Morrazo.
Quisiera otro lenguaje para hablar de estos días, otra voz
cuyo acento imitara el embate del mar contra tu cuerpo,
el reguero de gotas como una pupila multiplicada
sobre la sal inscrita de tu piel, sobre la piel escrita por la sal,
sobre la simple página que no espera a mis dedos
para mostrarse.
Escuché tu canción
en el silencio de la noche.
De dónde venía o por qué
pareció atravesarme el corazón
como brusco zarpazo impredecible
son razones que supe sin saber.
Y tú no estabas, tú no debías estar
para que tu canción llegara
con la fuerza de un salto, de una flecha,
con el simple deseo de otro cuerpo
que ha hecho de la espera su deseo.
No hay luz sino estupor de luz
en este jardín abrasado
de frío y lenta escarcha donde
alguien cuya sombra te evoca
remueve sin prisa la tierra
y deja en los surcos un hilo
de luz fría donde mis ojos
desde esta página te anuncian
y dicen verte, aunque no estés.
En aquel sueño eras
un fanal vacilante
en el mar de la noche.
Vine a ti desde el fondo:
rostro abierto en la espuma,
yo también alumbraba.
Luz con luz engendramos.
Blancas fosforescencias
sobre el torso del agua.
Cae sobre ti la mirada
de las cosas, te busca, te señala,
espía cada uno de tus gestos
con nítida pupila agazapada,
tapiz de ojos
tras el follaje de las sombras,
noche ocelada en cada esquina
con un rumor de pasos a la espera;
como la luz que siluetea el muro
su curiosidad forma
el hueco de tu cuerpo,
el hueco donde yaces con tu cuerpo.
Vienes a mí de tarde, con las primeras sombras,
tras la espesura líquida del sauce,
cuando el aire se aquieta como el ansia,
cuando el cuerpo se entrega a su latir cansado.
Apenas si conozco tu origen, la manera
que tienes de llegarte.
sobre un poema de Nishiwaki Junzaburo
Con el viento del sur
descendió una diosa benigna.
Mojó el bronce y mojó la fuente,
mojó el vientre de la gaviota
y sus plumas tendidas.
Abrazó la marea,
lamió la arena,
se bebió de un trago los peces.
Di mejor un ascenso, como de peregrino,
ladera arriba, monte que no es monte
porque comulga del azul del cielo
y no siente ya el pedregal
que confirma sus pasos, terco ascenso en volandas
sobre la quemazón de brezo y turba,
y allí en la cima el templo, guía y razón del viaje,
sin capilla evidente ni suelo bendecido,
umbral de piedra y musgo gris
donde anidan el viento y la rapaz
y el pie ensaya una última pisada
antes de hollar el aire, sin rasguño ni esfuerzo,
o eso parece,
como si no atendiera,
ebrio en mitad de la nada.
La lentitud del mar es un deseo
de ser mar sin más, agua reposada
que naufraga en sus limos y se empapa
de perfumes adivinados, algas
para anunciar el fin del día, sal
para curar la herida de la luz,
espuma donde el cuerpo del bañista
gira y se desvanece en la distancia,
mientras los tamarindos juntan sombra
y el paseo envejece al paso
de un viento que es más viento
en lo que nunca es mar
-calles y toldos, roca y cielo,
rostros que cobran vida al olvidarse
de sí mismos, pasos sin rumbo
al caer de la tarde, lentos ojos anónimos
que escuchan el rumor de las aguas
y su oscuro reposo.
¿Cuánto me dan por la estrella y la luna?
¿Cuánto me dan por el Niño y la cuna?
Este es un Niño sin padre ni abuelo,
este es un Niño nevado del cielo.
¿Cuánto me dan, que lo vendo barato,
cuánto me dan, que lo doy sin contrato?
Si la palmera pudiera
volverse tan niña, niña,
como cuando era una niña
con cintura de pulsera.
Para que el Niño la viera…
Si la palmera tuviera
las patas del borriquillo,
las alas de Gabrielillo.
Para cuando el Niño quiera,
correr, volar a su vera…
Si la palmera supiera
que sus palmas algún día…
Si la palmera supiera
por qué la Virgen María
la mira… Si ella tuviera…
Si la palmera pudiera…
…la palmera…
Caracol silencioso
en búsqueda del fuego
de la red de obsidiana
donde caen recuerdos
del minúsculo espejo
garabato del tiempo
tensa cuerda de luna
en arpegios despiertos.
Sombra clara y profunda
el margen de tu cuerpo.
No sabe la que es vida quien en ti no reposa,
Rioja, de tan abierta, secreta y misteriosa,
sabor de los sentidos confirmando a la rosa,
estribo de los Ángeles que alzan a la Gloriosa.
Sí. Yo también quisiera loarte y romanzarte
y, sin pedir ni un sorbo al rubricar mi encarte,
¿un cantar?
Murió en mitad de un verso,
cantándolo, floreciéndole,
y quedó el verso abierto, disponible
para la eternidad,
mecido por la brisa,
la brisa que jamás concluye,
verso sin terminar, poeta eterno.
Quién muriera así
al aire de una sílaba.
También aquí me han aventado la casa.
¿No me dejaréis una siquiera
de aquellas pocas de mis nacimientos
para que alguien pueda, al fin, vivirme,
renacerme,
después que yo me muera?
¿Cómo saber dónde se nace
al amor, a la vida?