Desde el Bazar Egipcio
se expande por el aire una oleada
de esencias. El humo primitivo
de los hogares adormece a la tarde,
que huele a mar y a profecía.
Triunfa en el aire, loco por el perfume,
la oración desgarrada de las mezquitas,
la que gime o invoca
el nombre santo de Alah.
Contempla allá esa luz
que hacia el poniente es sangre.
Esa luz que parece inventarse la ciudad
en sus atardeceres. Distinta cada día,
contémplala desde aquí y mira cómo asciende
desde la urbe que la sueña,
mientras se van haciendo eternos los perfiles
de cúpulas y de minaretes.
Hay versos que guardaron la nostalgia
de hermosos cuerpos que abracé otro tiempo
y que aún avivan la memoria, inerme,
de muchos besos y de algunos nombres.
En otros aún resuenan las semillas,
las cuentas del azar que fue mi vida
y dejan sus sonidos en la mente,
las huellas de aquel paso de la gloria.
Aquí aguardo sentado
cerca del sol, sin prisa,
contra el muro de luz
que es parte de mi casa.
Aguardo a que termine
lo terminable un día;
mi sombrero me cubre,
apenas si levanto los ojos
hacia el cielo:
prefiero la victoria mil veces
de la cabeza baja,
y el corazón quebrado
en un sinfín de partes.
Es la hora del regreso:
el camino que verde desafiaba a la tarde
habrás de desandar en esta hora nocturna.
Te alumbrarán las débiles luciérnagas
y las cumbres lejanas vigilarán tus pasos.
Las mismas ramas, aún cuajadas de trinos,
te saldrán al encuentro.
Delgada es esta tarde de julio,
inmóvil,
asida a las columnas
que se alzan
sobre la hierba blanda
Delgada es esta tarde de julio
que decae con dulzura,
como las manos
que no atienden al sol,
ni están alerta
al paso de las horas…
¡Qué tristes dan los cuerpos
una vez y otra vez
contra esta paz eterna,
para perderse ardientes
por la trama olvidada
del asombroso cielo!…
(Sentados en el banco del parque
se presiente la noche
tras de la luz en calma,
desnuda, sorprendida
en su propia penumbra
y silenciosa):
Las palabras, la gente,
en su nuevo color
la misma tarde ahora,
nuestro amigo que calla:
todo se borra al filo de los árboles,
todo es oscuridad que se remonta
azul, veladamente,
lo mismo que el Jardín
cerrado, se suelta en el olvido
para perderse
en la aventura del ensueño.
Guarda mi corazón el balanceo
de las altas palmeras, que un aire azul
agita en la noche benigna.
Siento en mí sus raíces nutrirse de mi sangre
y que sus altos troncos, ingrávidos, insomnes,
llevan las cicatrices, las marcas cenicientas
de mi alma, que un día tatuaron los dioses.
Aquí en lo oscuro
quedo pulsando mi dulcémele,
mientras veo que te alejas
feliz, contra la línea del horizonte.
Mueves el cuerpo al son de mis acordes,
cada vez más distante, más cómplice,
y un ritmo de secreto te hace tan diminuto.
Asisto al despertar del nuevo día
en las hermosas playas de Kovalam.
Saludan a mis ojos las palmeras
agitando sus ramas solemnes como brazos
y el mar, el Mar de Arabia, con sus peldaños
de espuma hacia el infinito.
Sobre la orilla lenguas de sal que se suceden
en un vaivén sin tregua: mueren, viven,
vienen del horizonte borroso por la bruma,
desde aquel horizonte que el misterio ha trazado
y hasta mis plantas llegan en su oscilar salvaje.
Una noche en París me raptó Marie Claire;
me tomó de la mano, me llevó a su mansión,
me tendió sobre un lecho, se quitó el camisón
y mostró sus encantos, que eran dignos de ver.
Derramó sus oscuros cabellos sobre mí
y abrazó bien mi vida, que no vale un real.
Desde la torre observas cómo cae la tarde,
las últimas montañas perdidas con la niebla,
los árboles que ascienden levemente, el abismo,
el fulgor de los astros que brillan por tus ojos.
Cerca quedan las playas del Sur, amplias
y lentas, vacías a esta hora en que el mar
se desvanece en fuegos.
Yo rodaba a tu suerte por la ladera abajo,
éramos un ovillo, una hoguera encendida;
dos cuerpos que rodaban desnudos hacia el valle,
carne fresca y elástica que el amor había herido.
Recuerdo que las risas no nos importunaban,
ni las zarzas que ansiaban dejar huella en tu muslo.
He vuelto a la blancura dolorosa
de las amadas cumbres,
que guardaron con celo
los días de la lejana juventud.
Aquellas blancas cimas que escondían
el milagro indeciso de un tiempo
al que, en vano, persiguen mis palabras.
Porque entonces la vida era esconderse
entre las blancas cotas de un milagro infinito
y respirar el raro perfume de las cosas,
en el reino sin nombre de las nieves efímeras.
Cantan dulces baladas con los labios pintados,
tienen los corazones rotos por el amor,
llevan gemas sombrías en sus dedos tan pálidos
y en sus frentes que un astro porque sí decoró.
En las noches siniestras beben su bebedizo
y pasean su amenaza con amargo desdén,
y ahora cantan sombríos lo fatal de su hechizo,
y ahora viven si mueren con eterno vaivén.
Repica el agua en la verde maleza
que ahoga las tumbas de los antepasados:
estelas inclinadas y hundidas en la tierra
llevan grabadas frases que en su vida
los muertos idearon. Sentencias y deseos,
sueños tallados en la piedra.
Y ahora la lluvia toca sus pensamientos
y resuena también, verde y furiosa,
en la maleza que es su única amiga.
Después pusieron al ahogado en la arena,
de espalda sobre la arena blanca,
de cara al cielo.
Apretaba el puño cerrado,
como si trajera del agua
algo: una concha, un hueso
de pez
La boca comenzaba a desleírse
en una mueca
y tenía lodo en los dientes,
en el cabello endurecido.
Para Gloria
1
Otra vez, esta noche,
sentados a la mesa,
a la larga y angosta mesa de pino
de la cocina.
En torno,
dos lugares vacíos.
Afuera, el viento
amontonó las hojas secas
contra el umbral.
Te hablo y mis palabras
se rompen en el borde de tu sueño,
se entretejen con él,
se mudan.
Me das la mano
y no recibo tu mano en mi sueño,
porque allí no penetra tu mano
que se hace otra para ser mía.
Para Juan José Hoyos
Una señal una flecha tosca un pedazo de tabla clavada en un palo
Se encuentra al borde de la carretera veredal que se anuda al riñón de la montaña
Antes indicaba el camino
Ahora torcida apunta al desfiladero
Yo que voy a pie que no tengo prisa
Debo acaso detenerme y enderezarla
Es asunto mío será útil a alguno
Tal vez
Ningún vestigio tan inconsolable
como el que deja un cuerpo
entre las sábanas
y más
cuando la lasitud de la memoria
ocupa un espacio mayor
del que razonablemente le corresponde.
Linda el amanecer con la almohada
y algo jadea cerca, acaso un último
estertor adherido
a la carne, la otra vez adversaria
emanación del tedio estacionándose
entre los utensilios volubles
de la noche.
Estacionada en un recodo impávido
de la penumbra, lo primero
que hizo fue fruncir su boca
violácea, de entreabiertos resquicios
húmedos, y después sus ojos,
y después
sus ojos, un gran círculo
de verde prenatal, un excitante
fulgor de azogue desguazando
la negrura común.
Anterior a tu cuerpo es esta historia
que hemos vivido juntos
en la noche inconsciente.
Tercas simulaciones desocupan
el espacio en que a tientas nos
buscamos,
dejan en las proximidades
de la luz un barrunto
de sombras de preguntas nunca
hechas.
En su oscuro principio, desde
su alucinante estirpe, cifra inicial de Dios,
alguien, el hombre, espera.
Turbador sueño yergue
su noticia opresora ante la nada
original de la que el ser es hecho, ante
su herencia de combate, dando vida
a secretos cegados,
a recónditos signos que aún callaban
y pugnan ya desde un recuerdo hondísimo
para emerger hacia canciones,
puro dolor atónito de un labio, el elegido
que en cenizas transforma
la interior llama viva del humano.
Esquiva como la noche,
como la mano que te entorpecía,
como la trémula succión
insuficiente de la carne;
esquiva y veloz como la hoja
ensangrentada de un cuchillo,
como los filos de la nieve, como el esperma
que decora el embozo de las sábanas,
como la congoja de un niño
que se esconde para llorar.
Entra la noche como un trueno
por los rompientes de la vida,
recorre salas de hospitales,
habitaciones de prostíbulos,
templos, alcobas, celdas, chozas,
y en los rincones de la boca
entra también la noche.
Entra la noche como un bulto
de mar vacío y de caverna,
se va esparciendo por los bordes
del alcohol y del insomnio,
lame las manos del enfermo
y el corazón de los cautivos,
y en la blancura de las páginas
entra también la noche.
Y tú me dices
que tienes los pechos rendidos de esperarme,
que te duelen los ojos de estar siempre vacíos de mi cuerpo,
que has perdido hasta el tacto de tus manos
de palpar esta ausencia por el aire,
que olvidas el tamaño caliente de mi boca.
(La soleá)
Me fui acercando hasta la lúgubre
frontera de la llama, todavía
reciente el maleficio. Dioses
en vez de hombres arrancaban
a la terrestre boca sus rescoldos
de mísera epopeya. Ebria
mejor que loca era la sed,
mientras las jadeantes llaves
del amor, la roja flor del vino,
el nudoso gemir de la madera,
reducían la vida a un estéril
fragor de insurrección.
Solícito el silencio se desliza por la mesa nocturna, rebasa el irrisorio contenido del vaso. No beberé ya más hasta tan tarde: otra vez soy el tiempo que me queda. Detrás de la penumbra yace un cuerpo desnudo y hay un chorro de música hedionda dilatando las burbujas del vidrio.
Tú te llamabas Carmen
y era hermoso decir una a una tus letras,
desnudarlas, mirarte en cada una
como si fuesen ramas distintas de alegría,
distintos besos en mi boca reunidos.
Era hermoso saberte con un nombre
que ya me duele ahora entre los labios,
me sangra entre los labios como el moho de una fruta,
como algo que yo querría nombrar constantemente
y me estuviese amordazando con su olvido,
con su apremiante negación de ser,
porque es inútil repetir lo que termina en nada.
Ligeramente tumefacta
pero ofrecida con codicia,
llegó la boca hasta el lindero
de la precaria intimidad.
Iban reptando las parejas
que se apiñaban en lo oscuro:
no se miraban, se sumían
en un compendio de sudores,
se convertían en secuaces
de la penumbra suspensiva.
La música convoca las imágenes
del tiempo. ¿Dónde me están
llamango, regresándome
al día implacable?
Nada me pertenece
sino aquello que perdí. Párrafo
libre de ayer, la memoria confluye
sobre un bélico fondo de esperanzas
donde todo se aplerta y se transforma
en vida, donde está mi verdad
reciennaciéndose.
Por las ventanas, por los ojos
de cerraduras y raíces,
por orificios y rendijas
y por debajo de las puertas,
entra la noche.
Entra la noche como un trueno
por los rompientes de la vida,
recorre salas de hospitales,
habitaciones de prostíbulos,
templos, alcobas, celdas, chozos,
y en los rincones de la boca
entra también la noche.
¿Adónde te hallaré, Ser Infinito?
¿En la más alta esfera? ¿En el profundo
abismo de la mar? ¿Llenas el mundo
o en especial un cielo favorito?
«¿Quieres saber, mortal, en dónde habito?»,
dice una voz interna. «Aunque difundo
mi ser y en vida el universo inundo,
mi sagrario es un pecho sin delito.
no soi chema cuellar
ny soi amigo de nadie
ny tuve una abuela paralítica
ny soi poeta
ny ciudadano
ny nada
me vale un pyto que nadie se acuerde de my
me llevo a san salvador en el volsillo
i hablo con gentes
que no se conocen
ni me conocen
no importa si una puerta se cierra en nicaragua
si una muchacha se declara en santiago
sy una paloma vuela por el yan-se
si el mejor libro se está escribiendo en lima
no me importa
estoi vacío
solitario como un abrigo de invierno.
Floté nueve meses en el Vientre de mi madre; apenas abrí
Los ojos me los vieron azules.
Con el tiempo serían tal como son.
El abuelo se internó en las montañas buscando el copalchí
Para la leche y el amuleto para el mal de ojo.
En mi país hubo guerras donde parieron los fusiles
Su huevo de sombra
Y los aviones de mil novecientos cuarenta
Pasaron secando la leche de las cabras
Todo fue mayúsculo y los pequeños gestos se volvieron
Dorados
En mi país hubo una guerra
Con generales y campos de batalla
Con héroes y antihéroes
Con sangre
Y despedidas llorosas a la puerta de las habitaciones
Con asalto a bayoneta calada
Y ametrallamiento de niños y mujeres
En mi país hubo muchas guerras
(y las balas eran ríos aéreos)
En mi país hubo muchas guerras
Pero ésta si la vieron mis ojos
Y la sintieron mis nervios
Y la palparon mis sentidos
En mi país hubo la guerra de independencia
Y la guerra de Anastasio Aquino
Y la guerra de los confederados
Y la guerra de los idealistas
Y la guerra de las cien horas
Y la guerra de los guerreros
Y nunca hubo vencedores ni vencidos
Sólo mujeres sin seno
Hombres sin testículos
Niños con la lengua de fuera
Ovillados junto al terror
Como una estatua antigua
Como un terreno baldío
Como el paisaje más triste de la segunda guerra.
No es necesario decir que han caído las primeras lluvias
Y que los árboles visten las primeras flores
No es necesario decirlo
Aunque el río descienda con huesos y madera de la más dulce estirpe
Porque el invierno tiene una gran similitud con la tristeza del hombre
El hombre aprendió a llorar
Cuando cayeron las primeras lluvias sobre su corazón
El hombre es un pequeño pozo de agua
Pero no es necesario decirlo
Basta saber que es poco lo que sufre
Porque un día antes o después
Él puede quedar dormido entre la tierra húmeda.
1932
Para siempre el recuerdo de la carne agujereada y la tierra llena de moscas.
De gente colgada en los postes del telégrafo y amontonados
A la orilla de la carretera como animales.
Para siempre el recuerdo de cuchillos pegados a la cintura
De los hombres, de la muerte que ronda en el secreto de las aves
Migratorias y desciende a la techadumbre ennegrecida de los ranchos
De paja como una paloma de San Juan;
Esparciendo su voz como guante de hierro de un caballero
Antiguo; sobre las costillas o el fémur de todos estos muchachos
Muertos de hambre que se levantaron en 1932;
Que apagaron las cocinas en la vieja heredad y subieron
A las ciudades para encender todas las luces.
Este pequeño pueblo rendido de nostalgia,
incorporado de amor a los balcones
donde hierve la voz de todas las distancias.
Este pequeño pueblo con sus espectros blancos,
con sus juguetes viejos,
y sus dinteles hijos de la niebla.
Este pequeño pueblo de mis dulces hermanas,
del color de los bueyes que humedecen la sombra,
de la vejez azul de los portales.
Para siempre el recuerdo de la carne agujereada y la tierra
llena de moscas.
De gente colgada en los postes de telégrafo y amontonados
a la orilla de la carretera como animales.
Para siempre el recuerdo de cuchillos pegados a la cintura
de los hombres; de la muerte que ronda con el secreto de las aves
migratorias y desciende a la techumbre ennegrecida de los ranchos
de paja como una paloma de San Juan;
esparciendo su voz como un guante de hierro de un caballero
antiguo sobre las costillas o el fémur de todos estos muchachos
muertos de hambre que se levantaron en 1932,
que apagaron las cocinas en la vieja heredad y subieron
a las ciudades para encender todas las luces.
Te ofrezco este ramo de rosas
Para que tu mirada se lo vaya comiendo poco a poco
Porque llegarán los días
En que no podrás luchar más conmigo
Y tendrás que ceñirte
Tú sola la corona
Pero
Te pido todo
Menos el corazón que dejo a quienes honren tu nombre
Y se sienten a tu mesa y hablen de la amargura
De este cielo
No llores
Puedes agotar el agua de tu país
Y hacer que las fábricas se paren
Eso
Te provocaría una muerte violenta
Por todo eso
No me esperes para cenar
Y procura que nadie me recuerde
A no ser que sean amigos de la casa
Mira, mi bien, cuán mustia y desecada
del sol al resplandor está la rosa
que en tu seno tan fresca y olorosa
pusiera ayer mi mano enamorada.
Dentro de pocas horas será nada…
No se hallará en la tierra alguna cosa
que a mudanza feliz o dolorosa
no se encuentre sujeta y obligada.
Mañana violeta.
Voy por la pista alegre
Con el suave perfume
Del retamal distante.
En el cielo hay una
Guirnalda triste.
Lejana duerme
La ciudad encantada
Con amarillo sol.
Todavía cantan los grillos
Trovadores del campo
Tristes y dulces
Señales de la noche pasada;
Mariposas oscuras
Muertas junto a los faroles;
En la reja amable
Una cinta celeste;
Tal vez caída
En el flirteo de la noche.
Es noche de azul oscuro…
en la quinta iluminada
se ve multicolora
la danza clara.
Las parejas amantes,
juveniles,
con música de los sueños,
ríen.
Hay besos, armonías,
lentas escalas;
y vuelan los danzarines
como fantasmas.
En el pasadizo nebuloso
cual mágico sueño de Estambul,
su perfil presenta destelloso
la niña de la lámpara azul.
Ágil y risueña se insinúa,
y su llama seductora brilla,
tiembla en su caballo la garúa
de la playa de la maravilla.
Era el alba,
cuando las gotas de sangre en el olmo
exhalaban tristísima luz.
Los amores
de la chinesca tarde fenecieron
nublados en la música azul.
Vagas rosas
ocultan en ensueño blanquecino,
señales de muriente dolor.
De Occidente la luz matizada
Se borra, se borra;
En el fondo del valle se inclina
La pálido sombra.
Los insectos que pasan la bruma
se mecen y flotan,
y en su largo mareo golpean
las húmedas hojas.
Sé que por fin has vuelto a la ciudad
en un suntuoso coche de gran lujo…
La gente pensó en mí. Yo la maldigo.
El coche se detuvo ante tu casa,
pero tú no bajaste, no. Vino alguien
a buscarme, mas yo no quise verte.
Podemos elegir entre estar juntos
y hacernos mutuamente desgraciados.
O separarnos ahora y ser también
cada uno por su lado desgraciados.
Para lucirla por la calle, hermosa.
Y para convivir, la razonable
belleza que Lucrecio aconsejaba.
Pero para la cama más bien fea.
La hermosa y casi hermosa se te tienden
en el lecho y esperan muy seguras
el rápido homenaje que merecen.