Cenizas que aguardáis aquella trompa
para unir las especies desatadas
con que al Juicio Final serán llevadas
las almas puras con gloriosa pompa,
cuando la voz de Dios, abriendo, rompa
los mármoles y losas más pesadas,
porque salgáis unidas y apuradas
en forma a quien el tiempo no corrompoa;
no puede estar ya lejos, pues es cierta
aquella confusión cuya agonía
los dormidos espíritus despierta;
antes en este caso juzgaría
que ver cosa inmortal, sin tiempo, muerta,
es ya de los prodigios de aquel día.
Determinarse y luego arrepentirse,
empezarse a atrever y acobardarse,
arder el pecho y la palabra helarse,
desengañarse y luego persuadirse;
comenzar una cosa y advertirse,
querer decir su pena y no aclararse,
en medio del aliento desmayarse,
y entre temor y miedo consumires;
en las resoluciones, detenerse,
hallada la ocasión, no aprovecharse,
y, perdida, de cólera encenderse,
y sin saber por qué, desvanecerse:
efectos son de Amor, no hay que espantarse,
que todo del Amor puede creerse.
Nadie escuche mi voz y triste acento,
de suspiros y lágrimas mezclado,
si no es que tenga el pecho lastimado
de dolor semejante al que yo siento.
Que no pretendo ejemplo ni escarmiento
que rescate a los otros de mi estado,
sino mostrar creído, y no aliviado,
de un firme amor el justo sentimiento.
Silencio, en tu sepulcro deposito
ronca voz, pluma ciega y triste mano,
para que mi dolor no cante en vano
al viento dado ya, en la arena escrito.
Tumba y muerte de olvido solicito,
aunque de avisos más que de años cano,
donde hoy más que a la razón me allano,
y al tiempo le daré cuanto me quito.
No te tardes que me muero,
carcelero,
no te tardes que me muero.
Apresura tu venida
porque no pierda la vida,
que la fe no está perdida,
carcelero,
no te tardes que me muero.
Bien sabes que la tardança
trae gran desconfiança;
ven y cumple mi esperança,
carcelero,
no te tardes que me muero.
Yo me estava reposando,
durmiendo como solía.
Recordé, triste, llorando
con gran pena que sentía.
Levantéme muy sin tiento
de la cama en que dormía,
cercado de pensamiento,
que valer no me podía.
Mi passión era tan fuerte
que de mí yo no sabía.
Romerico, tú que vienes
De donde mi vida está,
Las nuevas de ella me da,
Dame nuevas de mi vida
Así Dios te dé placer,
Si tú me quieres hacer
Alegre con tu venida.
Que después de mi partida
De mal en peor me va.
Atiende, ingrata Dafne,
mis quejas, si escucharlas
te merecen mis penas,
siquiera por ser tú quien me las causas.
Bien sé que son al viento
decirlas a una ingrata;
pero yo las publico
para que sepas solo a quien agravias.
Quédate, ¡oh luna!, plácida, argentada,
queda con tus encantos, tu luz pura,
yo ocultaré mi vida abandonada
entre las sombras de la noche oscura.
Y si alumbra tu luz, pálida y triste,
a la hermosa que amé sin esperanza,
dila que el llanto que en mis ojos viste,
nadie en el mundo a disipar alcanza.
Ayes, suspiros, lágrimas, pasiones,
que al pasar por el mundo sollozando,
mi existencia fugaz fuisteis llenando
de sentidas y amargas decepciones.
Dichas, sonrisas, dulces ilusiones,
horas de amor en que viví soñando,
¡cuan triste realidad estáis mirando
de mi tumba en las lóbregas regiones!…
Adiós tristes memorias de otros días
desvanecidas ya de mi memoria,
alegres, cuanto locas fantasías…
Adiós llanto y tristeza de la gloria,
mis cenizas ajadas y sombrías
espejo son de mi infeliz historia.
¡Oh cielo de mi Patria!
¡Oh caros horizontes!
¡Oh azules, altos montes;
oídme desde allí!
La alma mía os saluda,
cumbres de la alta Sierra,
murallas de esa tierra
donde la luz yo vi!
Del sol desfalleciente
a la última vislumbre,
vuestra elevada cumbre
postrer asilo da:
cual débil esperanza
allí se desvanece:
ya más y más fallece,
y ya por fin se va.
¡Oh tú de la onda inmaculado lirio,
melancólica reina del estanque,
tan silenciosa, tan inmoble, y límpida,
cual si te hubiesen cincelado en jaspe!
El destino a tus playas solitarias
condújome tal vez porque te cante,
y mustio como tú, cual tu infelice,
yo de cantarte he mísero vate:
Ora te mire en la serena orilla,
de mansedumbre y de dolor imagen
plegado al pecho el serpentino cuello
y el pico entre los límpidos cristales:
Ora remando en acompasado vuelo,
cual blanca navecilla de los aires,
al céfiro agitando con tus alas,
como a la onda los remos de la nave:
Ora en las ramas del ciprés oscuro,
a la Hada entre las sombras semejante,
vengas a oir en soledad sombría
los últimos murmullos de la tarde.
Para mi hijo
Está bien, te lo diré:
no pensaba en la muerte,
pues si he bajado a los infiernos
era por ver la maravilla
que hasta hace poco era la vida.
Entre el azufre y el espanto
probé otra vez de aquella culpa
para poder seguir viviendo.
Para Rosy
Tiene el cabello negro
y los ojos que, desde ahora, son mis ojos.
Despierto y la contemplo,
o tal vez duermo y sueño
al filo de su cuerpo.
Aquí están los rencores.
Los escribí pensando en ti.
Creí por un momento que eran flores
que amanecían en abril.
Pero al poner la mano me han herido,
¡puta, si me han herido!,
me han lastimado hasta sangrar,
hasta aullar de dolor,
hasta quejarme inmensamente
en la noche del lobo inconsolable
que abre sus fauces relucientes
como queriendo devorar
su propio corazón
lleno de amor.
A Pilla y Efraín Bartolomé,
en compañía de Celina y Balam
La ola de Dios del mar de Dios azota.
En la playa de Dios, clavado, hundido,
hijo y padre de Dios, migaja suya,
azotado y cansado y malherido.
I
El mar siempre regresa;
sus montañas saladas se alejan,
pero vuelven;
abren las cicatrices de la arena;
rebosan de infinito los ojos que lo miran.
El mar regresa siempre
porque siempre está solo;
vuelve a buscar las playas.
…tener un lugar en la vida,
un destino entre los hombres.
ALVARO DE CAMPOS
Mi padre ha abierto el libro de su corazón
y me habla de la furia y el resplandor del mar.
Yo lo escucho y el cuarto en la noche del sueño
se llena de las olas más inmensas;
las gaviotas no duermen, lo sé yo
que, a punto de dormirme,
oigo sus gritos en los riscos.
Mientras los buitres trazan círculos
alrededor del sol, como planetas,
los poetitas con sus versos
tiernas romanzas acompasan;
buscan el más elaborado de los silencios
y ordenan a sus tripas que no gruñan;
los buitres no quisieran
comer carne tan flaca,
tan desabrida como yeso,
tan poca cosa como un hueso
con una piel seca y sin brillo,
pero no hay nada bajo el cielo
para pegar el picotazo
sino estos pobres infelices
que gimen, muerden, se desgarran
pero no aflojan sus corbatas.
Con piedras y maderas hago mi casa bajo el sol,
la visto de ventanas para que el sol entre a habitarla.
Cierro sus puertas luego de que ha partido el ocaso.
Mi casa cruje bajo la lluvia que ha venido a mirarla.
Tiembla el hielo del sol y la calle se llena
con su rojez. El aire se congela y es piedra.
En la mitad del día el corazón se agolpa
y la sangre levanta su torrente de espuma.
Caen, lentas, las nubes calcinadas
y comienzan a rodar en la vereda.
Solamente la música,
la melodía que viene y va
como mi boca,
ávida,
de pezón en pezón,
de un monte a la otra cima;
solamente la música,
tu música,
me hace dormir,
feliz,
mece mi corazón
y lo estremece
y después lo serena
y lo detiene,
y lo quema
y lo apaga,
lo hace ceniza,
¡oh, Diosa!,
y luego le devuelve sangre joven
en la ola más alta
de la noche más alta.
Al mar dije que no.
Dije también ya no más cielo,
ya no más canto al manantial
ni al eco grácil y purísimo
de sus aguas que bajan
de la más alta inmensidad.
Ahora solamente nombraré la desgracia,
dije y le puse nombre.
Dejo en su tumba unas cuantas palabras húmedas
y silenciosas como un gato.
Para la tumba de Anaïs Nin.
Para su pelo que nunca conocí
y sus muslos que un día fueron hermosos,
lo aseguro.
Para sus sueños donde solía hablar despacio
en lo redondo de una oreja,
cuando subía a la corola del amor para cortarle un pétalo.
La torcaza volaba
y tú la contemplabas.
Era luz en la luz del mediodía,
calor en el calor de la mañana,
aire en el aire y tú
la contemplabas.
Tú la veías y eras libre,
porque la libertad de ver se aprende,
porque ser libre de mirar se aprehende
como el río a cantar aprende de los pájaros.
Otra vez para ella, la que sabe por qué
I
Ella, la más salaz,
sangra en la luna,
y sabe del honor de merecer
la gracia de los dioses
y el castigo
de ser mujer.
II
Ella, la más salaz,
bebe esta gracia
y goza el paraíso del infierno:
entre las llamas arde,
se consume,
y es esta condición,
desesperada,
la que nos une.
Lo mejor del amor es la distancia
y el encuentro otra vez,
cuando ya nada tengo que decirte
y los dos recordamos
aquellos años que se han ido,
aquel tiempo feroz que temblaba en tus manos
y esa imagen de ayer
(recordarla es vivirla)
marcada para siempre en la memoria,
impresa a fuego vivo en el pasado.
Tú me pedías poesía
como quien frutos desespera
del olmo viejo del camino.
Cada mañana amanecía
y el árbol peras no arrojaba.
Cuando vivir no es necesario
escribe el cerdo, lee el puerco
y se emocionan los marranos.
Sobre esta piedra,
junto a este árbol retorcido
ya harto de la vida
ellos fundaron la ciudad.
Tal vez vinieron, ellos, tras las cosas;
tras las casas vendrían otros, los postreros.
Luego vendrían los amores
y los primeros nombres de la vida,
tenues apenas, inseguros,
pero certeros ya para el dolor.
Yo sé que no podrás
ayudar a tu hijo,
como ayer,
a tratar las palabras
como si fuera hoy el primer día
que las descubre y las pronuncia:
no podrás evitarme
la ingrata piedra del lugar común
con que tropiezo y caigo
como todos tropiezan y todos caen
ante la risa infame de la solemnidad.
Toco la piel del tigre
y el tigre vibra,
ronronea,
se hace el dormido
bajo la palma de mi mano,
como un trompo que zumba:
mitad madera,
mitad punta acerada.
Hablo de un libro:
en su espesura encuentro
la fauna de mis días,
los árboles que a diario me cobijan
y los saurios y helechos
extinguidos.
A veces nada ocurre y todo pasa,
y la vida es
débil música
mojada por la lluvia
-quizá tan sólo desconsuelo-;
ella misma me tiende
no sé si una mano o una trampa;
un papel en el que escribo
un poema para huir
de las manos oscuras del miedo.
Reconozco, alma mía, tu candidez.
Sé que malherida mientes
detrás de una sonrisa
por no devolverle al mundo
su verdad y su miseria.
Pero reconozco también tu pereza,
tu desprecio, tu indiferencia;
sonríen cuando tú sonríes
y dejan creer que crees
que tus amigos son, al fin y al cabo,
tus amigos, que tus amores
te quieren según dicen, vamos,
que te quieren, que esta vida, en fin,
es la vida, más o menos.
Algunas tardes de domingo tienen
los ojos tristes.
Es como si en ellas
se hubiera detenido la vida para siempre.
Lirios azules, pensamientos,
silenciosa enredadera de las madreselvas;
las humildes flores de la estación tiemblan.
Un tren se pierde borroso en la lejanía
y es la imagen de un tiempo que no existe;
un cuadro, una inquietante eternidad.
Bajo los playeros las mismas rocas,
cubiertas de pétalos y ramas;
desde ellas asciendes y me alcanzas,
oscura hiedra de las tardes perdidas.
Debajo corre el agua.
Seguiré adelante
con el jersey atado a la cintura
como entonces,
saltaré de piedra en piedra
sobre el frío secreto de los musgos.
El palacio de plata resplandece
en medio de las aguas del abismo
y las coronas arden con dulzura.
Y la dorada rueda de las rosas
levanta su cabeza de aire blanco.
El árbol infinito de la sangre
atraviesa la roca transparente.
Detrás de la palabra nada
miro la blancura
de esta playa alargándose
como un bello animal dormido
(su piel de arena brilla).
Desde este acantilado
suspendido en la noche
comprendo que no sé nada de mi vida
(el mar dibuja espumas).
Es el vaivén cíe la ciudad
amigable escaparate
de una vida que parece lo que es;
suave roce de ricas telas,
delicioso goteo de sutiles aromas,
café, conversaciones, risas,
libros tan buenos que emocionan
a esos huéspedes contentos de una vida
que no parece lo que es;
horas malpagadas,
grisácea letanía de siempres
y de nuncas,
inalcanzables las cosas más cercanas,
para aquel
que lejos de sí mismo
y de todos
tiende la mano
a la distraída felicidad.
Sobre la mesa varias fotografías de Taliesin West,
casa, taller y escuela hecha de lonas,
madera pintada y piedra sin pulir, y
desde su dilatado espacio horizontal
abierta en logia al sol, a la vegetación,
y a los lagartos del desierto de Arizona.
Se vuelve al lugar de la dicha
para saber que fue cierta,
que mienten las pupilas rotas de febrero,
el miedo en el reloj;
el asfalto que brilla en la noche
y se duerme
en una esquina de tu cama.
Todo queda en el camino:
los brazos abiertos
y este no ir a parte alguna;
todas las inútiles preguntas,
los pasos sin fin.
Detrás de los cristales de la noche
hay un horizonte eterno
que ha vivido siempre
con nosotros
y no sabe decirnos nada.
Todavía recuerdo tu mirada fija
y no 1a entiendo, ni sé qué decir
de aquella primavera
sitiada por los besos.
A ti y a mí nos debe carta un sueño
de orillas rotas y una nube
descubierta en la travesía
infinita del olvido.
Qué importa que no me quieras;
en la rama de un cerezo
la primavera se deja
tocar el corazón.
Me cuentan que te vieron,
que llevabas un traje sastre,
un traje estilo en la edad
del remordimiento.
Yo que no tengo esa edad,
pero sí el remordimiento
-de lo que no te he sabido decir,
de lo que no me he sabido callar-,
decido que debo
salir al sol,
ver dos o tres películas,
plantar azaleas
y comprarme
una camisa de muchos colores
estilo estaba la pájara pinta
sentada en el verde limón.
He medido en tus ojos, mudamente
todo el mal de mi horrible
desamparo de amor. No me has querido
nunca, y no me querrás. Ya no me vale
buscarte en otros ojos de mujer.
Yo te he perdido para siempre cuando
he sentido vibrar sobre tus labios
el asco de tu espíritu al besarme
No me has querido tú, que me comprendes
no me has querido tú, que eres tan buena,
no me vale buscarte en las demás…
Seguiremos tú y yo, pues que lo quieres,
por esa senda que te mostré un día
blanca de luna y de serenidad.
Vendrá una hora blanda, y yo le diré: –vamos–;
Y ella, sus manos dulcemente me tenderá…
Nadie nos verá ir por el blanco sendero…
Y nos alejaremos, para no volver más…
Y en la paz de sus ojos se copiará el camino
Todo lleno de luna y de serenidad,
la noche elevará vibraciones lejanas…
y nuestros labios, juntos, nunca se saciarán.
Recuerda: estos frágiles instantes
que caminan hacia el olvido
no son la vida, somos nosotros.
Ella seguirá distante,
no va a pedir disculpas
ni ha de volvernos a ver.
Finalizó en silencio mi poema de amor,
y no hubo ni ruegos, ni desconsolación,
¿Por qué?… Me está sonando a hueco el corazón.
Sólo quedó en mi espíritu, enfermo de dolor,
El eco agonizante, suspenso, de una voz
Que se fue modulando esa suave oración
Que reza por el alma de aquello que pasó…
Voy sintiendo como, de nuevo, mi cadáver
Torna a ser el paciente conductor de mi carne.
Extraño despertar.
Abro el armario y encuentro
la toalla de aquella lluvia
de verano contigo.
Abro el armario
y encuentro ropa de entonces,
tan tibia al amor de ayer.
Y me parece extraña la vida.
Acaso no perdono
que las cosas permanezcan
cuando tú y yo
nos vamos convirtiendo
en difíciles recuerdos.
Sé que no es mi destino el que me lleva
a desoír las voces interiores
que a muchos nada dicen. Sé que hay algo
en mí, que tiene aquella efervescencia
de los fuegos internos. Inquietudes
de locura que estalla. Palpitantes
angustias de corrientes subterráneas,
y a veces, fugitivas claridades
que alcanzan hasta el labio…
Pero la vida está sobre el espíritu,
y el amor, que adormece los cerebros
con sus horas internas, y esa íntima
musicalización que nos arrastra
irremisiblemente, hacia las bellas
trivialidades de horas blancas….