No podría obligarte
a no seguir tu sino.
Eso sería negarte
todo lo que de carne eres
y que somos.
Vete ya a acariciar
largos cuerpos,
distintos a este mío,
desde el cual te diviso,
viviéndome de adentro.
No te gustó encontrarme
por la calle sonriente,
que tomara un café
sin nostalgia de ti,
al lado de tu mesa.
Que ya no te dijera
que hacías parte de mí.
No te gustó saber
que sigo viva,
que me río con ganas,
que disfruto las cosas
cotidianas
sin esperarte ni
desesperarme,
que construyo mi vida
libremente.
Viniste de tan hondo
que conozco tu nombre,
conozco tu dolor,
reconozco tu alma.
No viniste de lejos,
ni siquiera has llegado.
Estabas desde siempre,
como un lenguaje escrito
en el fondo de mí,
y te estoy descifrando.
Óyeme así, como al descuido.
No te des mucha cuenta.
Quiero contarte que te quiero,
sin decírtelo nunca.
Quiero besarte suavemente,
como te besa el agua
de la lluvia.
Así, muy quedamente,
sin que escuches siquiera
su gemido.
Aquí a tus pies lanzada, pecadora,
contra tu tierra azul, mi cara oscura,
tú, virgen entre ejércitos de palmas
que no encanecen como los humanos.
No me atrevo a mirar tus ojos puros
ni a tocarte la mano milagrosa;
miro hacia atrás y un río de lujurias
me ladra contra tí, sin Culpa Alzada.
Por primera vez
he pintado mis labios.
Les quité su sabor y su forma.
Porque quiero que rían,
disfrazados de fiesta.
Que brillen por las calles,
y me lleven de paseo
a donde no conozco.
A donde no me atrevo
a besar
con mi boca desnuda.
Qué extraña manera de quererte.
Así de pronto me encuentro
amándote de adentro
como si alguna raíz,
la más profunda,
hubiera hecho contacto
con la más honda tuya
y se anudaran hundiéndose
más y más en la tierra,
buscando el agua profundísima
de un amor singular, que no
pregunta,
que sabe todo.
Así como toda flor se enmustia y toda juventud cede a la edad,
así también florecen sucesivos los peldaños de la vida;
a su tiempo flora toda sabiduría, toda virtud,
mas no les es dado durar eternamente.
Es menester que el corazón, a cada llamamiento,
esté pronto al adiós y a comenzar de nuevo,
esté dispuesto a darse, animoso y sin duelos,
a nuevas y distintas ataduras.
Regreso a mi cuerpo
después de un largo
viaje a ti.
Te vi dormido
frente al mar,
fatigado de amor
sobre mi pecho.
Respirabas ahí,
abandonado,
como si en mí
hubieras anclado.
Quise dormir también
para soñar tu sueño
que casi lo veía
surgir de tu cabeza.
Te esperaré del lado del silencio.
Entre las sombras de las lentas horas.
Te esperaré en el fondo de mis sueños
allí donde comienzan nuestras cosas.
En ese después del tiempo
donde podemos ser nosotros.
Desnudos, al fin, para los besos
más profundos y locos.
Tela raída del amor.
Tú y yo la destejemos.
Tiras de un hilo:
Vas deshaciendo
la forma que le dimos.
Impasible, te asisto
en la tarea
de hacer de mí un recuerdo.
Todavía tu sombra llega
y me invade la casa.
Conversa con las cosas.
Extrañamente tuya
esa presencia muda.
Como si tú quisieras
amarme sin saberlo.
Como si un otro tuyo
se saliera de ti
para buscarme.
Cuando beso tu cuerpo
siento latir el corazón
profundo de la vida.
Te recorro despacio
reviviéndome.
Hay hallazgos sutiles,
hay derrotas.
El extenso placer,
la abierta lucidez,
la dicha de tenerte.
El solitario escucha la voz calma
con la vista entornada, como si una respiración
alentara en su rostro, una respiración amiga
que remonta, increíble, del tiempo lejano.
El hombre solo escucha la voz antigua
que sus padres oyeron en otros tiempos, clara,
cosechada; una voz que como el verde
de los pantanos y colinas oscurece la tarde.
Y entonces nosotros, los viles
que amábamos la noche
murmurante, las casas,
los senderos del río,
las sucias luces rojas
de esos lugares, el dolor
silencioso y mitigado
—arrancamos la mano
de la viva cadena
y callamos, mas el corazón
sobresaltó nuestra sangre,
terminó la dulzura,
se acabó el abandono
en el sendero del río—
ya no siervos, supimos
estar solos y vivos.
Tú eras el desierto…
Anduve tus caminos,
sedienta, solitaria.
Casi que muero un día
buscando encontrar agua
en ti. Siquiera gotas.
No encontré sino sed.
Bebí arena seca.
Horas de sol y sal.
No quiero recordarlas.
Vincent Van Gogh
bendice tu locura.
Derramaba pintura
y pasión con furor.
Tú dabas alaridos
azules y naranjas.
Emborrachaste
el aire provinciano.
Inyectaste en el trigo
movimientos
de color amarillo.
Llegaste a darle
a Dios
el cielo tuyo
agitado y oscuro,
y te quedaste
sentado en el taburete
del rincón
de tu cuarto,
iluminado.
Y la vida, la vida es un instante
mas cual millones de mayos perdura,
cae pronto y se levanta
pronto. No es un olvido.
Quien ve amanecer ve lo bastante;
una luz, el rocío,
ese Dios que ahora calla
dentro.
Desde las márgenes del negro al blanco,
desde el aire a la tierra,
con qué vestidura sigilosa, con qué dureza
ruedas por un manto de porosidades,
azar, entretejida estrella, dardo solar,
lengua de luz huidiza
hacia las letras claras del vacío.
Si la aridez es la caída, la belleza está en ella.
Habita entre tinieblas un lugar escondido
y en lo profundo duerme
como el oro en la ciénaga.
Si la aridez engendra, monstruo de mil cabezas,
la herida de lo hermoso,
danzando sobre esta luz de pesadilla
las palabras se ceban de despojos.
Como una extraña rosa
del desierto
árida y fría,
los años ya vividos.
Más fluida y ligera
la muerte cada vez
-graciosa perla
al fondo del estanque,
… y alargamos la mano.
Ahora
que he visto
y he tocado,
en medio del invierno,
la llaga
devorante,
el festín de la muerte,
no me pidáis
metáforas de luz.
Madrid, ciudad de amor,
rosa de sangre.
Brot und Wein
F. Hölderlin
Mientras fue seguro el sol
por lo más alto, en mis días de niño,
lo fuisteis todo para mí, serenas potestades,
resplandor y creencia, los mensajeros
de la divinidad invadiendo mis juegos.
Crece
la marejada negra
del olvido. Sus aguas
llevan del ayer
al nunca.
El nunca
es el lugar
más habitado.
(Arroyo del Rey, 1952)
Ella vino hasta aquí, a este puente tendido
entre las márgenes de un río sin caudal, sobre un lecho de rocas,
buscando los brazos fieles, ellos sí, de la tierra.
En el borde dejó sus zapatos cansados
y unos renglones torpes en un triste papel:
palabras puras, evidencia sombría
de que el amor es flecha
feliz y luminosa, mientras dura en el aire,
suspensa por el soplo ligero del deseo.
¿Cuántas veces morimos? ¿Cuántas veces,
desde que caímos
del precipicio de la eternidad,
hemos muerto? Muerte tierna y florida
fue nacer, ser engendrados
por el tiempo. Como una exhalación
entramos a otra muerte, dulce y punzante,
con el primer amor, nunca olvidado.
La madrugada llega como una barca de luz
a la deriva. Emerge la ciudad
de entre los restos negros de la noche.
El rostro fatigado por la vigilia, la lectura, el pálido insomnio.
Los ojos, que han hurgado dentro del vacío y las palabras,
vagan sobre la mesa, la lámpara, los estantes borrados por la débil penumbra,
el ventanal -sus cristales empañados
por la respiración y la noche…
La calle empieza a ser
un inquietante laberinto móvil,
como lenta serpiente se retuerce bajo el brillo metálico
de las farolas.
He visto la luz,
su aullido blanco en la mañana,
la ternura de la noche revestida
de fatuos centelleos,
he visto
el mar con su rizada lengua
y la boscosa tarde a punto de enmudecer
en un invierno embravecido.
Todo lo que el corazón calla nos conduce a la muerte.
Todo lo que la vida calla, con sus lumbres despiertas,
es asombro y silencio
para la muerte. ¿Pues qué es la muerte
sino la gran perplejidad, la insólita
extrañeza, al filo mismo de lo real?
(Tumba de Il tuffatore, Paestum)
Una tumba, una lápida fúnebre
y en ella, como perro guardián cerca del amo,
el dibujo de un joven lanzándose
al vacío ?finas
hebras del aire.
Espirales.
Columnas.
Un mar lo acoge.