Anduve por el dorso de tu mano, confiada,
como quien anda en las colinas
seguro de que el viento existe,
de que la tierra es firme,
de la repetición eterna de las cosas.
Mas de repente tembló el universo:
llevaste la mano a tus labios
y bostezando abriste la noche
como una gruta cálida.
Poemas españoles
Vino, me amó y partió; dejó a su paso
plenitudes, placeres y vacíos;
se perdió como el sol en el ocaso,
como se pierden en el mar los ríos.
Ha de tener el sol otra alborada,
y aunque el río se va, también se queda;
pero de aquella fiera llamarada,
ni el recuerdo quizá en su mente rueda.
Desciendo
desciendo al cuerpo y veo
la lombriz de mi espíritu
alojada en mi vientre.
Subo, subo en espiral
hacia el motor del mundo
huyendo
huyendo del mareo
del mal de ser sola
tan sola entre las vísceras
subo al latido
me alojo
en su arritmia y descubro
mi rostro de lombriz
adherida a las válvulas
y asciendo
sigo ascendiendo en busca
de una razón que diera
sentido a mi existencia
me deslizo en la tráquea
bloqueo las palabras
asciendo
resbalo.
Beso indeleble, beso insuficiente,
compendio de inseguras realidades
y perspectivas de fugacidades,
entre ayer y mañana estrecho puente.
A tu vida amarrada, dependiente
de tan inciertas eventualidades,
y víctima de mis perplejidades,
por no hacerme en tu vida permanente.
Deseé alguna vez que un poeta me amase
Ahora duelen sus poemas en mi cuerpo‚
algo de mí que en él se reconoce hasta quebrar la imagen
de todo lo que fui.
Ahora deseo que me amase tanto que dejara de amarme
y sus palabras fuesen nieve
que el sol de junio fundiese entre mis pechos‚
allí donde su aliento insiste en acallar
esta tristeza antigua que siempre me acompaña.
Permíteme explorar tu geografía
y aprender los secretos de tu historia.
Yo te abriré el caudal de mi memoria,
me guardarás en ti, y tú serás mía.
Contemplaré de cerca tu paisaje,
observándolo dulce y lentamente,
y con el gesto alegre y sonriente
aprestaré mi cuerpo para el viaje.
El cansancio. De nuevo, el
cansancio. El esfuerzo por
sobrevivir. Reiterado
Observar las nubes.
Dentro.
Barrer.
Dentro.
Elegir quedar.
Toda nube
lleva una trayectoria. Asumir
la trayectoria. Imposible
barrer todo siempre.
Sin vacilar, tu sombra fugitiva
desliza imperceptible su figura
bajo mi puerta, cada noche oscura,
abrazándose a mí, tensa y lasciva.
Indiferentemente insensitiva
al sueño de mi esposa, me procura
el raudal de placeres de locura
de esta pasión fatal que me cautiva.
Ah, las manos, tus manos, cómo extraño
la suavidad, la firme contextura,
su roce de caderas y cintura,
y los sondeos íntimos del baño.
Intento duplicar cada peldaño
trepando palmo a palmo mi estatura,
y al ver que no eres tú quien lo procura
me siento causa de mi propio engaño.
Te vi en el vórtice del remolino
de luz, ceñido en torno a tus caderas,
la túnica arrancada por el viento,
sobre fondo de estrellas,
rebaños de centauros
chapoteando en juego en la ribera.
Protegías los senos descubiertos
con ambas manos, y la cabellera
larga, sedosa,
flotaba al aire suelta.
1. Memoria del viaje
Miré al cielo. Dije
un sueño espera ser soñado.
Venía de otro sueño.
Compartido. Hermoso.
Me asfixiaba. Era tan
limpio el aire
que un grito de dolor hubiese
resplandecido.
Miré al cielo.
Heme aquí raíz,
savia de impulsos ascendentes,
madre aún,
posible siempre,
anticipada gestación
de un porvenir intruso,
intrusa de un presente
que desestima
el valor de nacer
a sí mismo de nuevo.
Heme aquí clavando
mis ojos
de savia encarcelada
en los troncos vacíos de los árboles
muertos,
heme aquí creyendo,
queriendo creer
en la impostura de las ruinas,
en el candor del desastre,
el valor de lo opaco,
la calidez del humo en los rescoldos.
Estoy creciendo de la nada.
Mis ojos tantean
la claridad difusa
mis manos
se posan y tantean
abro agujeros
mi cuerpo agujeros
en el cielo agujeros
tanteo las estrellas
agujeros que llueven
y es dolor
y el dolor penetra
mi cuerpo tantea
el dolor tal vez
el gozo
indaga
descubre el mí
mi boca dice
vuelvo sobre mí
misma y tanteo
¡es tanta la ceguera!
Entre una imagen tuya
y otra imagen de ti
el mundo queda detenido.
En suspenso. Y mi vida
es ese pájaro pegado al cable
de alta tensión,
después de la descarga.
Algún día, cuando el aire pese como tierra sedienta sobre los cuerpos desnudos,
tal vez alcance a ser la voz de aquel peregrino que enmudeció o el agua que,
gota a gota, resbala por su pecho. Él nunca estuvo en la otra orilla pues sabe
que allí los dioses duermen en el polvo.
Llevo acostada largo tiempo
en la orilla. Mis pechos
son colinas cubiertas de hoja seca.
Levanto la cabeza y me contemplo:
en mis muslos el vello a punto de ser vello,
me incorporo: la hierba a punto de ser hierba,
doy un paso y despierto al agua
a punto de ser agua,
se asusta un ave negra a punto de ser ave a punto
de ser negra…
Un resplandor me ciega:
el bosque me contempla, a punto de ser bosque,
a punto de ser tuya.
No existe el infinito:
el infinito es la sorpresa de los límites.
Alguien constata su impotencia
y luego la prolonga más allá de la imagen, en la idea,
y nace el infinito.
El infinito es el dolor
de la razón que asalta nuestro cuerpo.
No medirás la llama
con palabras dictadas por la tribu,
no pondrás nombre al fuego,
no medirás su alcance.
Todas las llamas son el mismo fuego.
Mi cuerpo es una antorcha que alumbra los espantos
que la razón constituye en sus tinieblas.
Sin embargo,
sin embargo,
sin embargo… No me
fío de mí. Nada es
permanente. Menos
lo es la palabra. Esto
tampoco,
esto tampoco,
esto tampoco. No me fío,
no te fíes de quien
dice, de quien
habla, de lo que se
dice, de lo que dices,
de lo que digo,
no me fíes,
no te fío.
Su gran conocimiento de los límites
hace que guste de dormir
justo en el borde de las cosas: el lugar que separa
la superficie del jarrón y el aire
que lo envuelve, la luz y la pantalla que la expande,
el deseo y el cuerpo que acaricia,
la distancia que media entre la voz
y la palabra o el suspiro.
Te supe frágil y desnudo,
tan frágil eras, tan desnudo
que se quebró tu sombra al respirar.
Abrí la puerta y las voces del agua
adoptaron la forma de tu cuerpo.
Tan leve parecías, tan al borde
de ti
que la noche aprendió
el modo de dormirse sobre el rio.
Todos tienen algún objeto precioso que ofrecer:
un cuenco de agua negra en que mirarse,
la piel recién curtida de un leopardo,
un hijo o un potro amado por los vientos.
Pero yo nada tengo:
cuando quiero mostrar tu reflejo en mis manos
te pierdo, y otra noche infinita
comienza, pues al perderte ni siquiera yo
me pertenezco.
Una mañana acorde a la estética de un pintor de la época Tang:
viento en la gran acacia del jardín,
lluvia de flores amarillas.
Ella, por precaución,
se ha quedado en la casa y me contempla
a través de un cristal.
Y si te quiero abierto
como el centro imposible de un mundo transparente,
si te quiero imposible, más allá de mis brazos
o la aurora que extiende un sueño en las tinieblas,
más abierto que el viento, más leve y más amante,
será porque mañana nos quisiera infinitos,
unidos como nieve a punto de ser agua.
«¿Y donde está escondido tu tesoro, Hainuwele?»
me pregunta, burlona,
la más anciana del poblado.
Se refiere, lo sé, a lo que siempre buscan
los hombres cuando vuelven del combate.
Mi tesoro, contesto, es suave como el musgo, dulce
como leche de almendras,
tiene el frescor de los helechos
y sangra sin dolor hasta teñir de púrpura el crepúsculo
o para alimentar los cachorros de un tigre.
Un hombre es aplastado.
En este instante.
Ahora.
Un hombre es aplastado.
Hay carne reventada, hay vísceras,
líquidos que rezuman del camión y del cuerpo,
máquinas que combinan sus esencias
sobre el asfalto: extraña conjunción
de metal y tejido, lo duro con su opuesto
formando ideograma.
¿Y qué hay del sentimiento?
No, no lo hay, aquí no hay sentimiento.
¿Debería haberlo?
¿Es poesía el verso que describe
fríamente aquello que acontece?
Pero ¿qué es lo que acontece?
Una mujer temblorosa aprieta
el brazo de su acompañante.
Él vuelve hacia ella un rostro
tan largo como un número de serie
y dice: “El sesenta por ciento de los muertos
por accidente en carretera
son peatones”.
La mujer deja de temblar: todo está controlado.
Y ahora, cuando estamos a punto de acabar,
tal vez usted pueda decirme
por qué se queda a oscuras la ciudad
cuando el sol cae oblicuo
como una lanza,
y es verano.
Mejor no diga nada.
Sería inútil. Ya ha pasado.
Fue una chispa, un instante. Aconteció.
Yo acontecí en ese instante.
Puede que usted también lo hiciera.
Suele ocurrir con los poemas:
terminan condensándose las formas
en nuestros ojos como el vaho
sobre un cristal helado;
las formas, con su herida.