¿Escuchas cómo caen las estrellas?
La rosa en mi costado dio su aroma,
su ensangrentado aroma que me viste.
Pasaron desde entonces muchas rosas,
y vive aquella flor de mí salida,
de mi infectada herida, siempre roja
y siempre negra y llena ya de hormigas.
Poemas de Delfina Acosta
Recuerdo el viento claro de otras tardes.
Tocando castañuelas prodigiosas
le daba larga cuerda a mi niñez.
Yo le pasaba alegre mis cabellos,
mi falda, y él, jugando, se los daba
al perro que ladraba tras de mí.
Correr, reír, morir de golpe sobre
el liso pasto, la colina aquella,
el verdadero mundo a la intemperie
en donde el sol echaba mil monedas.
En Paraguay prohibieron tu poesía;
mas te leí setenta veces cinco.
Y dije: No, señor; ninguna culpa,
ninguna prueba cierta de delito
yo encuentro en estos versos remojados
en el sudor con sal del hombre limpio;
la culpa, en todo caso, es de nosotros,
de nuestro fatuo corazón de vidrio.
El pueblo alumbra noches muy serenas,
mas fiada de tus ojos, Jesucristo,
mejor contemplo el viejo firmamento,
el árbol bajo el astro y los caminos.
En noches de neblina yo te veo.
Qué paz, Señor, teniéndote conmigo,
pues eres tú la puerta que me guarda
del mundo que aun afuera es un peligro.
Mi peor enemigo, tú que me amas
como una ciega lluvia que al caer
escampa, arrecia, escampa. Mi enemigo,
yo te corono amante, pueblo y rey.
Con una hiedra mis cabellos atas
y sabes del lunar que es mi clavel.
¿Estás debajo, acaso, de tu tumba?
Pues no; aquí no está, no estuvo Pablo,
repite con su voz enronquecida
la tierra vuelta sombra bajo el árbol.
Yo lo sabía: no logró la muerte
tenerte, como a muchos, hecho barro.
Estás en todas partes, tan caliente,
tan vivo con tu nombre deshonrado.
Te esperaría. Yo sería, amado,
la primera en llegar hasta la vía,
y la última en volver, con un paraguas,
de la estación del tren que te traería.
Iré hasta el mar como la lluvia, a veces,
y pasaré del mar a la otra cita,
en el muelle del puerto, frente al río.
Fantasmas de la noche, niñas tristes
que escriben con las luces apagadas.
Dragones del infierno las vigilan
y en un castillo mueren encerradas.
Sus nombres se pronuncian como lirios.
Las miro cada tarde atareadas
buscando el verso de hoja gris que diga
aquel dolor de mar que no se acaba.
Amado, desenrédame las trenzas.
Escucha a las reidoras golondrinas
que pueblan mis susurros confesarte
mi amor donde gotea la llovizna.
En esta tarde con olor a mar
tú tocas a mi puerta. El lobo avisa
su amor voraz. A mi casona llegas
y bebes de mi boca bien servida.
La primera señal: te salen lágrimas,
y escribes, sin querer, mejores versos.
Se apagan los faroles de la cuadra,
pero tus ojos brillan más atentos.
Y hay dos señales: si con él te cruzas
es como si te diste vuelta a verlo.
Si tú a morir te fueras, si las mantas
muy frías se quedaran en tu lecho,
yo no te llevaría flores tristes
en donde estés. Le pediré a los cuervos
y al ruiseñor que no me condenaran
a ir desolada y pálida a tu encuentro.
A mi cazador
Soy la gacela enamorada ¡Dios!
de mi nocturno cazador que viene
al bosque con las ansias de mis astas,
mis ancas, mis rodillas y mis hombros.
Si están los cielos vistos, si los astros
asoman su hermosura de universo,
si el cierzo va soltando ya a las aves
y mi nocturno cazador no llega,
los ojos se me vuelven aguas mustias.
a Nila López
Voy caminando. Van mis plantas sobre
el pasto con cristales de violetas.
Yo sé que no soy libre, que la culpa
de algún delito infame me condena.
Está en los viejos libros esa ley
por mí quebrada de peor manera.
Me quieres por ser triste y por mayor.
Me quieres pues no tienes aún edad
para llevar a una mujer a misa.
Te permito morder, lamer, sanar.
Tú bebes de los ríos de mis senos
el agua de las rocas frente al mar.
Fue un veintisiete de mayo
del año sesenta y cinco.
La novia, blanca, venía,
con su escotado vestido.
Montaba un negro caballo
que dio un peligroso brinco
emparejando cabeza
con otro del monaguillo
para dejar rezagado
al potro de su marido.
¿Te acuerdas de la vida, la otra vida
de pasos espantados, de los huesos
de aquel ciprés creciendo con nosotros?
¡Cuán niños en la niebla de otros reinos!
Volver a aquella edad, reír a costa
de nuestro susto en tantos cementerios.
Cualquiera llama a mi pequeña puerta.
Cenar suelo con reyes y mendigos.
Ay, cómo me atareo en repartir
en dos iguales partes lo servido.
Y es entre gente que a mi casa llega
contándome unos casos divertidos,
cuando me acuerdo yo de tu anunciada
visita, bienamado, y ahorro el vino.
El gallo soy de la veleta roja
que mira al Norte porque Norte soy.
A mi pueblo lo barre el mismo pueblo:
un viento malo con que al río voy.
La saeta del Este cuando gira
da vuelta al pueblo, al lirio y al convoy
del caballo al que subo al ser el día
para saber al irme en dónde estoy.
Nos íbamos a casar.
Teníamos los anillos.
La fecha fijada en Pascuas,
y por supuesto, padrinos.
Fue tras la misa del gallo
cuando a una cita nos fuimos.
Estrellas ya trasnochadas
entonces fueron testigos.
Señor cura, nos queremos
como mujer y marido.
¿Faltar a mi deber? Jamás, amado,
pues si te fuera infiel ¿con cuál marido
tendría yo las bodas más hermosas,
que no sean ésas que pasé contigo?
He puesto petición en boca mía,
y tú con pronto sí me has respondido
aquella noche en que cayó el sereno
y había un cielo, y un primer rocío.
Culpable soy. Si solamente atiendo
a mi engañoso antojo que no mira,
ni ve, ni oye, de las culpas libre
estoy. Yo me aconsejo con la prisa
de quien tan sólo divertirse quiere.
De tantos sitios salgo con la risa
horrible de sentirme sana y bella.
Los goznes de los versos han cedido
al golpe de tu puño en carne viva.
No debe ser así; la rosa enferma,
la ronca voz de la melancolía
primero están, dijeron los poetas
de ayer que cabalgaban tras la brisa,
y condenaron luego tus palabras
a las que dieron fuego por malditas.
Hay modos de marcharse de la vida:
poco a poco
se van de tu memoria
los versos más hermosos de Rimbaud.
Te ocurren dos fatalidades juntas:
se te muere la rosa
que al mirarla quisiste
con suspenso de niño,
con el amor de Dios,
y se entierran, también, en el jardín,
las hojas amarillas de tu alma.
Amigo, vamos a abordar un tren.
Desde la ventanilla miraremos
a los lobos cercándole a la luna,
y a la lluvia apagando al firmamento.
Tomaremos un break en la campiña
donde grazna al Señor, un triste cuervo.
Lloverá y volveremos a subir.
Fuera mozuela y me salieran frescas
mejillas y ahí bajara algún lunar.
Oliera a cesta nueva como huelen
las niñas acabadas de peinar.
El cura y el juez me enviaran cartas:
Como una verde hoguera es el pinar.
Ensaya siempre el lirio a ser la rosa.
Entre las sábanas enfermas, madre,
te duermes sin saber de mi vigilia.
Escúchame callar en esta hora
de muerte, de silencio y de agonía.
Cuán sana fluye la existencia afuera
con su rumor de rosas encendidas.
Tenía pocas cosas que decirte,
y aquí me tienes vuelta piedra herida.
Mi alma es una ramerita, Dios.
No quiero amar al prójimo. La fiesta
de la alegría ajena añade gotas
de hiel al ojo. Crece la maleza
de mi maldad si otros son felices.
Mi corazón al colmo siempre llega.
Mi reino es de los astros misteriosos,
del fuego que susurra en el ocaso.
Se me figura milagrosa tela
el cielo con su azul iluminado.
Conmigo no es el hombre sino el ángel.
Su sombra se hace mies en mi costado.
Se llega a mil, señora, con la verja
que cerca a su jardín, de doce metros.
Las estrellas que el ojo no ha contado
nada quitan ni añaden a estos versos.
Porque casada cambia de maridos:
un Dios te salve y nueve Padrenuestros.
Amigo, hablemos de las cosas raras.
¿Tú crees en las ánimas, las sombras
de los asesinados y suicidas
que vagan? Los fantasmas hacen rondas
en torno a un niño gris. Los perros vagos
entonces mueven fiestas con la cola.
¡Nadir!