Estábamos tan bien ahí…
el árbol, el agua y nosotros tres.
Comíamos juntos toda la semana,
nos reíamos repartiendo disparates en la mesa.
A ellas las vi desde niño…
jugábamos a brincar en las camas y a escuchar detrás de las paredes.
Estábamos tan bien ahí…
el árbol, el agua y nosotros tres.
Comíamos juntos toda la semana,
nos reíamos repartiendo disparates en la mesa.
A ellas las vi desde niño…
jugábamos a brincar en las camas y a escuchar detrás de las paredes.
Eras como el agua:
No te detenías ante la piedra
y rodeabas jardines y vientos
para llegar a la rama o al canto.
Igual que las niñas
jugabas al filo de las ventanas,
peligrosa,
desnuda,
estrella que brinca descalza.
Tengo sueño pero nunca duermo.
Te miro.
Duermes a mi lado.
Ronroneas bajito y haces ruidos de ángel.
De pronto despiertas,
tus brazos se abren en un largo bostezo.
Mis manos pasan por tu cuello y tú preguntas.
No hablo, sigo leyendo tu cuello.
¿Cuantos insomnios me hacen falta para
derrumbar el muro de la duda?
¿Cuántas sombras? ¿Cuántas luchas?
Hoy tengo que saber -antes que despiertes-
si la mañana es la que alumbra,
o si eres tú la que alumbra la mañana.
Aurora,
¿qué sube por tu rostro hasta tus ojos?
¿Qué muerte blanda comienza a agitarse en ellos?
¿Por qué miras como un río?
No dejes que sus ondas tiemblen.
No dejes que las piedras lleguen hasta el agua.
No dejes que las luces de sal sequen tu rostro.
Tanto tiempo buscándola y ella estaba aquí,
en mis ojos cerrados,
en la noche sola;
aquí,
detrás de lo visible,
en la edad antigua de la niebla.
La amé ese día por toda la eternidad.
Yo llevaba un ramo de palabras cuando caminé hacia ella.
Tú eres la que llega siempre a lugares precisos en horas que no existen.
Y yo soy el que acude puntual a esos lugares vacíos.
Por eso nos encontramos, aurora,
bajo el umbral de aquella puerta que no estaba y que nosotros descubrimos.
«… Desde tu corazón me dice adiós un niño.
Y yo le digo adiós».
Pablo Neruda.
Sus labios eran como la espalda de la
muerte,
y su cuerpo
era fogata viva para mis manos de leña.
Ella nunca lo supo,
pero su espalda era mi luz,
y en sus piernas yo renunciaba a todo
cobardemente.
No busques atrás de mis hombros,
no hay nada, sólo yo,
el que te habla.
No busques,
soy el mismo que siempre ha sido,
el que soy.
El que te mira a los ojos es el verdadero yo.
No busques,
aquí estoy.
A la madrugada en punto, antes de que despiertes, escribiré cuatro libros de poesía.
Al quince a las sol, besaré tu boca, tu cuello y ejerceré mis versos en tu cuerpo.
De ahí hasta las mediodía, nos esconderemos del tiempo.
A las viento y tarde, bailaremos en el cielo, plantaremos un árbol, visitaremos al abuelo.
La calle está sola y yo voy solo
y aunque mis pies están cubiertos, sus pasos suenan solos, descalzos:
ecos de mis huellas, latidos de mi corazón que caen y se libran de mi cuerpo.
Mis pasos van,
y yo voy
montado en ellos,
dejándolos atrás, en el ayer,
en el ahora,
en este eterno caminar del tiempo sin tiempo: laberinto sin entrada.
Llegamos ahora a la palabra más sabia y ambigua, el nombre inglés de la pesadilla: the nightmare… que significa para nosotros la yegua de la noche
JORGE LUIS BORGES
El reloj cree que son las cuatro de la mañana.
Lo escuchó sin mirarle.
«Yo quiero llorar a veces furiosamente
por no sé qué, por algo,
porque no es posible poseerte, poseer nada,
dejar de estar solo.»
Jaime Sabines.
El amor es perdernos;
estar solos,
solos sin nosotros mismos;
es robarnos al otro
y protegernos la espalda para que no nos
hagan lo mismo.
Hay algo en ti que se parece al silencio,
a pesar de tantas cosas que me dices.
Hay algo en ti, y no es belleza.
Hay algo.
Me gusta estar solo para estar contigo.
Logras que escuche la luz, mire al sonido.
Nacimos entre polvo y cenizas.
Aprendimos a llorar el mismo día.
No sé tu nombre, nunca te he visto;
sin embargo me miras,
me miras desde el fondo de mi corazón en
que guardas tus semillas.
Sabes mi nombre,
desde los balcones de mi alma lo gritas.
Caen las hojas, caen las piedras…
salgo a caminar para perderte
quiero que te vayas
pero vas conmigo,
cambias de acera cuando yo lo hago
me alcanzas, no te veo
me rebasas;
te persigo
caen las hojas, caen las piedras,
caminas para que me pierda
pero voy contigo
cambio de acera cuando tú lo haces
te alcanzo, te rebaso
sigo caminando para que te pierdas.
Yo tenía un hermano.
A pesar de todo, era un buen hermano.
Amaba la poesía y odiaba lo injusto.
Por eso lo amaron las muchachas del barrio.
Un día dijo: ‘Hermano, hay que luchar…’
Hoy cumple años (no tiene cruz su tumba)
y llevo una flor.
Canciones llegaban desde lejos cuando mordí tus muslos
la vellosidad del durazno.
Y bebí en tus senos como un hijo malo.
Y besé tu boca y tus dientes de tigresa.
Y sorbí la bella muerte de tu copa.
Qué de nocturnidad y qué de delirio
cuando descendí campana.
¡Qué alianza tan hermosa!
¡Cerealera!
La del negro frijol
con el nevado
arroz,
que muestra ufano piel de cera,
contraste de un charol engalanado.
Fraternidad de moros y cristianos
en común religión alimentaria.
Abecé de condumios ciudadanos.
El izote, a que llaman bayoneta,
¿Qué anuncia o qué defiende
Con su explosión de espadas?
Francisco Gavidia
Catedral de marfil petalecido,
campanularia emerges entre espadas…
Triunfo de la blancura, tus nevadas
corolas que el rocío ha bendecido…
Territorio de albura protegido
por verdes bayonetas sublevadas,
que con fiel vocación de ser espadas,
¡defienden tu ascensión a blanco nido!
Es la musa que anima a los poetas
que van al cafetín
de tarde en tarde.
Mientras hablan de versos y cometas,
la cafeína
en sus cerebros arde.
Allí Mendoza, Suárez,
Castrorrivas,
-fumadores, humosos, tabacales-
concentrando sus fuerzas volitivas
construyen mil cajitas musicales.
Concha negra sensual.
Cuando profano
el misterio
de tu cajita negra,
mi apetito de sátiro se alegra,
fáunicamente,
con tu sexo indiano.
En cópula ritual de amor pagano,
tu cuerpo de ostra india,
pelinegra,
suavemente
en mi boca desintegra
su temblor virginal y cortesano.
¿De qué las quiere?
¡Ardientes,
perfumadas con loroco!
¡Con queso,
chicharrón y con frijoles!
¡Las mías,
tan calientes como ausoles!
¡Por las revueltas,
yo me vuelvo loco!
Así te celebramos tus virtudes,
pupusa popular.
Mi soledad es una virgen desnuda.
En la niña de sus ojos se refleja
mi nudez de ermitaño.
Mi soledad me sirve café y tabaco
de húmicas promesas.
Me eleva en aromadas volutas
y me acaricia con cualquier pretexto.
En calle Bandera
??entre la Compañía de Jesús y Huérfanos??
La urbe se agita
Mientras la multitud extravía inspiraciones
una hoja blanca se balancea eléctrica
aferrada a un cable telefónico
Con la estampida de las 12 p.m.
se precipita pálida
bajo las suelas rápidas del transeúnte
A eso del ocaso
detrás de un kiosco yace la hoja
a t e r r a d a
Su faz luce una mancha pop:
helado de frutillas
que escurre sobre el dibujo naif
de una familia tomada de la mano
Un bubble gum lacre su pecho
el escupitajo a sus pies
a-firma la civilidad cotidiana
Desde entonces
las vagabundas hojas sueñan
en campos virginales
ducharse desnudas bajo la luna
ausentes del shock capitalino
y de todos los edificios cómplices
que noche a noche
bostezan
con sus melenas de neón.
Soñé
que yo era un ave de otro planeta
Desperté pajareando
con las alas entumecidas
y con una veintena de bípedos
curiosos mirándome
(abajo la Capital de ojos brumosos)
tras los barrotes del zoológico.
(Incluido en el CD Poemas de Ida y Regreso,
Dúo Urbe-Provincia, Leutún, 2002).
Me cansé de pelear con los ególatras
¡Viva yo!
*
Cuando se juntan dos cobardes
algo no va a ocurrir.
*
VANIDAD
El que esté libre de culpa
que no se mire al espejo.
Dos palomas observan vitrinas
En el paseo peatonal
Se escandalizan de los maniquíes
Aprietan sus carteras añosas
Se miran
Suspiran
Y se dirigen al Banco del Estado de Chile
A cobrar la jubilación.
(Incluido en el CD Poemas de Ida y Regreso,
Dúo Urbe-Provincia, Leutún, 2002).
A C R I E O N N E E G S T s e a n t r i e e i m p b l s a a n l A T L A S tr o o a p t o n q a u u i g t a o Quiero conocer a mis nietos.
Lucy es la hermana mayor.
Se fue a Buenos Aires y allá se quedó. En sueños
jugamos a que yo la visito
o que ella despacito por los Andes
para no despertar la nieve.
La Pampa es grande
y la cruzo dentro de una carta
allí me apersono
le cuento que mamá es ‘más’ abuela
(ella más tía en consecuencia)
que el Metro cruza en cruz el centro
y nadie se persigna
que los valses pa las cármenes
ni las cuecas del dieciocho
son lo mismo.
De Río a Copacabana.
Se dispara sobre impecable asfalto,
se agujerea una montaña y se redispara,
en herradura, costeando océano
y venteándose de marisco.
El mar alinea paralelas blancas con calmos siseos.
El cielo está siempre clavado al techo,
por sus estrellas;
los morros fabrican horizontes de montaña rusa…
Y la luna calavereando.
Hace mar fuerte…fuerte…
Los egocultores decimos así a lo
que nos vence y no es el caso.
El mar arrea cordilleras renovadas,
que columpian al vapor
en cuya proa frenetizo de borrasca.
Busco una metáfora pluriforme
e inmensa; algo como fijar el alma
caótica,que se empenacha de pedrería.
Tengo miedo de mirar mi dolor.
No vaya a ser que me quede demasiado grande.
Prefiero calzar mi debe como una valentía de espuelas
e hincando mi pereza, que quisiera morir
cobardemente, andar con frente firme ante la
pampa yerma del dolor de los otros.
Buenos Aires. Calle Santa Fe en el 900. Diciembre.
La casa abierta, respirando de noche,
todo apagado dentro.
Cielo, implacablemente estrellado, cuyo azul
de zafiro australiano se aleja,
por obra del aturdimiento luminoso que mandan
a los ojos los focos eléctricos.
Asimilar horizontes. ¿Qué importa si el mundo
es plano o redondo?
Imaginarse como disgregado en la atmósfera,
que lo abraza todo.
Crear visiones de lugares venideros y saber
que siempre serán lejanos,
inalcanzables como todo ideal.
Huir lo viejo.
Aún
no sé qué mano esconde tu sorpresa
hoy que nada se parece a lo que amo.
Me salva en el largo acecho
la inseguridad que afirma mi pulso,
cada rompimiento que incita a un nuevo embate
y ese ángel justador que acude a veces
en el vago placer de la antesala.
Boca arriba en los sacos,
donde el verano tiende los cuerpos a la noche,
donde la luz imanta ojos
tenso hacia lo alto
el arco sin flechas.
Como una pausa de resaca,
donde el día es sólo víspera
de otra noche para la quema,
un sexto sentido nos excluye.
Femenino el sabor de la indolencia.
Desojado en mi recuadro de luz
de la ciudad insomne
en los recuadros de cada fachada adivino
siluetas detrás de las cortinas,
los cuerpos encogidos en sus camas
y en sus vasitos sobre la mesilla
el corazón en cuarentena.
Día a día de rumbos encontrados,
de mieles esfumadas,
de apaños a deshora.
Este bombear y no cundir la sangre,
afirmarnos desmintiendo a los ojos
y hacerse cuesta el pulso
y no alcanzar la altura.
Durante años en cuarentena
la más leve impureza
crece en ropajes. Cubre
con brillos su vergüenza
y mientras delira en su concha
toma la forma de su encierro.
Cada perla un coágulo perfecto
para el engaño.
El buscador de joyas traga estiércol
como abono a una tierra sin raíces.
Escarba cuerpos con sus uñas negras
y arranca corazones
picados de gusano.
En cada frente de mina esa veta
de ojos que se resiste al picador.
El maniquí tras el cristal.
Fijos los ojos en un punto
invisible a los ojos.
Ajeno al tiempo penetra
el silencio que lo aísla
mientras multitud de vestidos cubren
un desnudo huérfano de brazos.
Eje
de un mundo que gira
ignorando su centro.
El ojo se hace fuerte tras la máscara,
furtivo en el festín de los escotes.
Tienta en el cruce de miradas,
puntea los sentidos como cuerdas
en la noche de alcohol.
Bebe en los pasadizos de la música,
en los desagües de la piel
enfebrecida por el baile.
Hacia tu mano cuelgan paraísos
del árbol sin hojas. Donde el cuerpo
da sombra a su propia sombra,
fácil a lo prohibido
como boca de niño.
Así el brillo de un ojo nos seduce.
Así la inteligencia
el gusano en la fruta.
La claridad presa.
La mosca en su camino.
Y la mano que acude,
la ventana al fin
y ella trazando círculos,
rehuyendo la mano,
terca, contra su propia
sed de luz.
No llegamos más adentro
de la piel inaugurada por el miedo.
Traiciona el corazón, lo que tragamos
y nos sirve de puente en la riada.
Indigesta el viejo afán de pureza,
inútil el cincel en el desbaste.
La otra cara del hambre nos enfanga,
la mariposa enferma crecida en la manzana,
su vuelo raso en la carne mordida, y ese polvillo
de sus alas entre los dedos siempre
condenados al roce.
Porque pensaste que mis besos cubrirían las fuerzas del destino
cuando tu singular confianza se hizo trizas, humo herido,
bajaste el pensamiento al fondo de tu alma
y me llenaste el corazón de gestos y palabras.
Yo me quedé mirando sobre el hosco crepúsculo,
exprimiendo en la tarde mis angustiados frutos,
creyendo en lo posible de que el amor perdure
porque los ojos brillan de lágrimas y luces.
¡Tú no sabes cuánto sufro! ¡Tú que has puesto mis tinieblas
en mi noche, y amargura más profunda en mi dolor!
Tú has dejado, como el hierro que se deja en una herida,
en mi oído la caricia dolorosa de tu voz.
¡Oh!, ¡Cuán fría está tu mano! ¿Ríes? ¿Por qué ríes?
Chocan tus dientes. Hay algo extraño en tus ojos. Tus miradas
hieren como dagas. Me hace daño tu risa,
me aterra el frío de tu mano descarnada:
¡Déjame huir! Ya la noche dolorosa nos rodeó
con el pavor de sus sombras… Hay un abismo a mis plantas.