De bienes destituidas,
víctimas del pundonor,
censuradas con amor,
y sin él desatendidas;
sin cariño pretendidas,
por apetito buscadas,
conseguidas, ultrajadas;
sin aplausos la virtud,
sin lauros la juventud,
y en la vejez despreciadas.
Poemas españoles
Que el verdadero sabio, donde quiera
que la verdad y la razón encuentre,
allí sabe tomarla, y la aprovecha
sin nimio detenerse en quién la ofrece.
Porque ignorar no puede, si es que sae,
que el alma, como espíritu, carece de sexo.
Son monstruos inconsecuentes,
altaneros ya batidos;
humildes, si aborrecidos;
si amados, irreverentes;
con el favor, insolentes;
desean, pero no aman;
en las tibiezas se inflaman,
sirven para dominar;
se rinden para triunfar;
y a la que los honra infaman.
Borrasca disfrazada en la bonanza,
engañoso deleite de un sentido,
dulzura amarga, daño apetecido,
alterada quietud, vana esperanza.
Desapacible paz, desconfianza,
desazonado gozo mal sufrido,
esclava libertad, triunfo abatido,
simulada traición, fácil mudanza.
perenne manantial de sentimientos,
efímera aprehensión que experimenta
dolorosas delicias y escarmientos.
Como esos lugares de encuentro
que ves en los aeropuertos,
¿ya eres, sin palomas, sólo-cuerpo-suelo
para que puedan celebrar su cita
la flor y las agujas?
¿Y el resto? ¿Y todo lo que dejabas
para después de la muerte?
Con qué cara llorar en el teatro
César Vallejo
Como gotas de sangre los frutos de las moreras
pesan
y las doblan hacia el cristal.
Es fruta en sazón oyendo pájaros
que a su vez oye disparos.
Nada, ni siquiera la vergüenza,
cambia una verdad
ya terminada.
Es la limpísima llanura en mate
de los puzzles acabados
veinte veces.
Por eso, nada.
Ni un pelo de punta ante las fotos
reveladas con retraso.
No es nadie. La plaza está vacía. Los otros, ¿quiénes, viejo, son los
otros?
No es nadie. Es el error metiendo ruido, lima que te lima al otro lado
de la puerta.
Tienes que agarrarte a él, tú que no quieres sólo la verdad,
toda la verdad, la verdad entera.
Suaves vendas de marfil y verde hoja
las cortinas.
Ellas también.
Al igual que los jarrones y los libros
cuyo lomo incita a la caricia,
al igual que el abanico abierto en la pared.
También los muebles
y la máscara de paja.
Sé de una mariposa que, hora tras hora, se endurece
para fijar sus pies
sobre una flor de alambre.
La he visto
arrastrar sobres con radiografía
perseguida por remedios contra la calvicie.
Ya sabréis de alguno de esos sobres,
cuarenta kilos por uno noventa de estatura,
de la mano de su madre.
Algo hace quien pasa de una luz
a menos claridad, quien surca oscuro
el transitar del aire a menos aire.
Quien se encomienda a algún anochecer.
Quien trata realidades con el nombre
que en la noche, sin más, le sale al paso.
Aquí en el ascensor, la torre arriba
y abajo, fuera y dentro extraños-, yo amo
que nuestros cuerpos vayan al reclamo
de este azar de botón y pasión viva.
Mecánica carnal a la deriva
descendente, ascendente, tramo a tramo,
en la que me proclamas, te proclamo
divinidad de sexo y de saliva.
(fragmento)
[…] Rocas,
islas que no llegan a islas,
reticentes de erizos;
tú
buceas
y sales luego al aire del rompeolas,
con cara de saber secretamente,
oculta tras tus gafas de buceo.
Me veo en su transparencia,
sumergido en tu fondo en superficie
como en un agua oscura.
Tenía en aquel tiempo el pelo más oscuro
y se tendía a un sol filtrado por los árboles
sobre el blanco mosaico de sus siestas de anciana.
Os hizo tomar sopa y varias precauciones
contra aquel barrio de óxido y, ahora,
la noche junto al álbum, ve la bruma
de los días perdidos igual que un oleaje
o lo que fue la vida, lejos, rara,
en un país de insomnio y de sobrinos.
Estás en el estante
con la mirada fija
en nadie, imagen íntegra,
fotogénico amor
de mi desvelo.
Ya no miro a diario
esta fotografía,
ni otras como ésta.
Aquel año llevabas
lacio el pelo.
Noche final, si al fin tengo que verte,
sé una duelista noble y dame el sable
con el que en nuestro duelo inevitable
no esté dejado yo sólo a mi suerte.
Si la naturaleza no subvierte
su orden por más lucha que se entable,
déjame por lo menos la improbable
ocasión de intentar matar mi muerte.
He mirado la verja de unas tumbas,
la fuente en que bebían los caballos,
el sosiego que guarda para sí este paseo
de escaparates mínimos, sin gente.
Esta ciudad no es ya el poder de tedio
que yo un día temí como a un murmullo.
Tiempo que nos desunes y nos unes,
tiempo que eres abstracto y tan concreto
que, por mucho que guardes tu secreto,
reaparece en las cosas más comunes:
para que con tu norma no importunes
el sitio sin lugar, te lanzo el reto
de intemporalidad al que me someto:
al escribir y amar somos inmunes,
amando y escribiendo rompo el pacto
de que tú, el invencible, vencerás
un tiempo hecho de amor y nada más:
alta inexactitud contra ti, exacto
pero que desconoces, tiempo idiota,
esta inutilidad que te derrota.
Después de un año vuelven a su sitio
mis libros y yo vuelvo con la idea
de no marcharme más. Toda la tarde
la paso en la terraza, hasta esa hora
en que nos ve el vecino aunque nosotros
no lo vemos a él.
El rey se sale de misa
de Santa María la Blanca;
don Alvaro, el Condestable,
con otros lo acompañaba.
Díjole el rey en llegando,
con enojo estas palabras:
Partios de aquí, Condestable,
que por vos me desacatan:
por creer vuestros consejos
mal me quieren en España;
si por ende hacedes otro
haríades en ello saña.
A don Álvaro de Luna,
condestable de Castilla,
el rey don Juan el segundo
con mal semblante le mira.
Dio vuelta la rueda varia,
trocó en saña sus caricias,
el favor en amenazas
privaba, mas ya no priva.
Si Dios, nuestro Salvador,
ovier de tomar amiga,
fuera mi competidor.
Aun se me antoja, señor,
si esta tema tomaras,
que justas de quebrar varas
hicieras por su amor.
Si fueras mantenedor,
contigo me las pagara,
no te alzara la vara,
por ser mi competidor.
Porque de llorar
y de suspirar
ya non cesaré,
pues que por loar
a quien fuy amar,
ya nunca cobré.
Lo que deseé
te desearé
ya más todavía.
Aunque cierto sé
que menos habré
que en el primer día.
Mi persona siempre fue
es así será toda hora,
servidor de una señora
la qual yo nunca diré.
Ya de Dios fue ordenado,
quando me hizo nacer,
que fuese luego ofrecer
mi servicio a vos de grado.
Al otro lado me dijeron
los viejos se van convirtiendo en árboles
viejos también sin hojas en el lado del sol
aguardando sin saber qué, mudos.
Pero súbitamente un árbol cualquiera
siente subir dentro de él la savia de un sueño
al borde de la muerte ya, pero todavía
tibio como la leche de la madre.
Alguien dijo que había ciudades para soñar
al otro lado de las montañas.
No dijo si estaban suspendidas en el aire,
sumergidas en las lagunas,
o perdidas en el corazón del bosque.
Los que allá fueron nada encontraron,
ni altas torres ni jardines
ni mujeres hilando en el atrio,
ni un muchacho aprendiendo a tocar la gaita.
Yo temía por su sonrisa.
Ella era aquella profundamente meditativa
a la que todo le nacía de los ojos
a la que nada le nacía de los ojos.
Sabía su sino por experiencia
y esto le había dado una melancolía graciosa de
ángel herido.
Cigüeñas geográficas en mi noviazgo novio.
Un tiempo claro como un ojo de rueda de vidrio.
Yo en el medio de litorales y aviones platino
ciudadano de corrientes submarinas color tibio.
Mi claraboya en brújula silvestre:
un árbol por el Norte, Oriente hecho
de moluscos, Sur de riberas liquidas.
Aquí
-entre la cuerda rota
e inmóvil de las horas-
se para
cristalina
la rueda de la noche.
Aquí
-la luna entre salas desiertas
de madurez-
comienza
silenciosa
la rueda del alba.
Era era.
Sus manos nacían al lado de cada cosa
y de cada flor.
Temíase siempre su rotura
y a ella parecían converger los números y las estrellas.
El amanecer encontraba sus cabellos perdidos
y sus ojos depositados en sus propias orillas.
Le dije a la tórtola: ¡Pase mi señora!
Y se fue por el medio y medio del otoño
por entre los abedules, sobre el río.
Mi ángel de la guardia, con las alas bajo el brazo derecho,
en la mano izquierda la calabaza de agua,
mirando a la tórtola irse, comentó:
-Cualquier día sin darte cuenta de lo que haces
dices: ¡Pase mi señora!
A Ricardo Carballo
Luz mojada le llegaba del mar.
¡Qué claro el tiempo
para verla en la playa
con presencia de cosa!
¡Qué sencilla la tarde
para besarla en el pelo
con caricia animal y pura!
Ni donde viviré por largos años,
ciudad prometida primavera,
ni donde amante amor aguarda.
Atravesando la tierra, la temerosa rueda,
quizá un árbol florecido pueda
sostener la derramada soledad.
Quizá en la sombra aquella se encontrara
sed abundante, sangre, carne, hueso,
en que albergar la voz que ahora huye.
Los fragmentos de espejos amaban ríos.
Amistades con la sal. Con las cosas más antiguas.
Una novia de las fuentes y de los pájaros novios.
Los cabellos despiertos. La sal imagen mansa,
central de noches vivas. La luna cosa antigua.
Una piedra hierve su talle.
Mirad los árboles cómo sueñan las hojas florecidas.
¡Yo tengo un árbol! ¡Mirad la novia novia!
Cada sueño deposita grietas en las manos.
Mirad como se fueron haciendo los dedos.
Todo anda revuelto con mi sangre reciente.
La luna tiene un hombro.
Noche azul de silencio
esquina de sí misma
oída por las amables
galerías de la luna.
Nadie piensa la lejana
melancolía tibia
de los espejos de luto
de tus ojos primeros.
Creciste como mansa
angustia de vidriados
alambre sin respuesta
de tu sexo solícito.
Siegas llamadas por tributo: rosas
Flor trigal espacio travesía.
Como nudos cortados: Ala infancias.
De claro nombre en risas reflejadas.
Nueva estampa pastora en niño lloro
Igual vidrio agobiado en luz fundida.
Pastora:
Sí pastora: íntima rueda
Qué corazón de calle -¡ay!
Sabían los cerezos el secreto de sus oídos
llenos del verde puro de la acústica de las ventanas
y los jardines se llamaban por el nombre de las palomas que
bebían agua en sus surtidores.
Ella comenzaba a andar.
En cada ojo le había nacido una trasmigración de palomillas,
y al marcharse dejaba vocales fuertes en su sitio.
Inaudita presencia
los peces venían a crear el azul de los ojos en su regazo
y las ciruelas a madurar su verde entre la
paja indeclinable de sus cabellos.
Ella hacía un ángulo agudo con las puntas de
sus mismos pies.
Ella se dedicaba a unir su soledad a las cosas.
-Los recovecos llovían su oscuridad alrededor de su
talle pensativo,
y había un miedo de manos abiertas bajo los ojos
afilados de la medianoche.
Ella se dedicaba a repicar en los vidrios con su frente
naciente.
Ella andaba al lado de su ventana, ¡tan cursi!,
que tenía naranjas verdes y un abanico con pájaros.
-¿Qué vidrio nació en aquella gotera que toda la música
le suena a vals?
Ella tenía un alma sencilla llena de puntas de dedos
y en el blanco de los ojos llevaba un horizonte de tangos de
acordeón.
En medio de su pecho los veleros habían armado una red tímida
que tenía una voz llena de lámparas y eclipses
y un párpado tejido por los vientos.
Ella seguía siendo universal y nítida.
Una garganta llena de distancias
era la flauta que encantaba los ecos olvidados en el fondo de las
corrientes marinas,
penetradas de cauces desde las islas negras de sus ojos.
Ella vestía los trajes cortos de la primavera.
Andaba con paso de ribera o torso yacente
dejando caer los brazos por entero a lo largo de sus manos más
imprevistas.
Alumna desprendida del aire
la mañana llevaba su color igual que los vidrios la llevan a ella.
Él tenía los ojos hechos a tronzar la hostilidad
que depositan los relojes y los desvanes,
sus miradas iban derechas a desligar el sueño
sus mismas intimidades.
Él se dedicaba a escuchar.
Las ventanas aún no habían creado el secreto
del color del tiempo
y ella no tenía tampoco de manera precisa un labio
más arriba otro.
Era también el tiempo de crecer la hierba
y de las sonrisas verosímiles de las infancias
escondidas entre una pared y una palomilla.
Todo tenía la dulzura y la inexactitud del rosario
de la aurora
y dormía en el aire una gracia postrera de
anochecer de invierno.
Transpuesto su mirar brotaba por entero
y los vientos orientaban anteojos y vals.
Se afirmaba al lado de cada esquina y de cada mano.
Había una viveza de tierras anheladas
y todo tenía gracia y nada de melancolía.
Él se dedicaba a andar.
A lo largo de su frente dormían los cipreses.
-Ella andaba como viva
espiando iniciales y ojos renacientes.
Nadie aguardaba aquel amanecer en la línea insuficiente
de los cipreses.
-Él estrenaba un corazón dilatado
que causaba sorpresas dolorosas.
Había pendientes como meridianas resueltas,
indecisiones respondidas como roturas,
fábulas como amables semblantes,
tempestades como algas antiguas,
cuadros como platinos,
números como sueños.
Era el tiempo del tiempo y nada había que hacer.
Era el tiempo.
Basta con decir que ella nacía en cada instante
y nacía desnuda siempre y siempre tibia.
Basta con decir que eran las sombras y las antenas,
que eran los pájaros y las violetas,
que eran el abanico y las puntas de las estrellas.
Pendiente y pensativa Penélope
pierdo ovillo nueve nuevamente canto.
Ese rostro que a las aguas envidiando
cómo sonríe tejiendo cuando el viento:
a las aguas cómo sonríe envidia que tejiendo
ese rostro en que pende que amanezca.
Cuando el viento el ovillo ovilloviento lleva,
-los largos dedos que nacieron flautas
en la boca de Ulises, cuando estaba enamorado.