Reposando en el cuenco de la luna
Y con los ojos tan lejos
Que se diría
hierba de los lagos;
Y sobre ti, nieve dulce que los años pacen:
El terror de este canto
O su ternura oculta entre el follaje
Como la boca de un venado.
A orillas de la fábula teje para sí la noche rosas
El ovillo de las cigüeñas frutos faraones arpas
La muerte conduce su aleteante ramo bajo las raíces del vacío
Las cigüeñas aletean sobre los tejados
La noche es una fábula marchita
Las rosas pasean sobre calles de porcelana
y tejen para sí el ovillo de sus años
estrella sobre estrella
Entre las estrellas yace un fruto
Las vacías comarcas los años marchitos las maletas
sonrientes danzan
Las cigüeñas devoran faraones
En los tejados nacen rosas
La muerte devora año sobre año
Los faraones devoran cigüeñas
Entre los frutos duerme una estrella
y sonríe tierna en el sueño como arpa
de porcelana
Las aleteantes fábulas calles tejidas cigüeñas danzan
Las raíces de los faraones son de rosas
Las cigüeñas llenan sus maletas de tejados
y vuelan a la tierra de los faraones
Bendíceme pues, tú, ojo tranquilo,
Que sin envidia puedes ver
Una dicha demasiado grande.
Federico Nietzsche
I
Los signos del Zodiaco
Géminis
Es extraña nuestra canción. Es demasiado triste y antiguo lo que cantamos.
(A Tomás Carrión)
La América fue tuya. Fue tuya en la corona
embrujada de plumas del cacique Agüeybana,
que traía el misterio de una noche de siglos
y quemóse en el rayo de sol de una mañana.
El África fue tuya.
Para asomarme, desde mi alma, al mundo
ábrete y serás tú la única puerta.
Ábrete en un amor tan ultrahumano
que se salga del caso de la tierra.
Ábrete en el temblor de la mirada
que más en tu alma que en tus ojos tiembla,
y en el rocío de sangre de lucero
que te untas en los labios cuando besas.
Oh, los anhelos de mi amor insanos.
Quiero empañar tus límpidos cristales
y ver palidecer esos corales
sobre las perlas de tu boca ufanos.
Quiero que llore, herida en sus arcanos,
tu fuente de rosados manantiales
y que tiemble en tus tiernos maizales
la panoja rindiéndome sus granos.
Déjame, niña, bogar,
en el esquife de un verso,
por el oleaje perverso
de tus pupilas de mar.
Quiero en ellas desafiar
las rachas de tu ilusión,
y que una ola de pasión
me envuelva en sus espirales,
me ahogue entre sus cristales.
Bendito sea el Diablo, que me amarra
al rojo de su capa y de su pluma,
y mis sentidos en amor sahúma,
y en fuego de dolor los achicharra.
Brinda una flor en su espumosa jarra
y una mujer surgiendo de la espuma,
que urden el iris de belleza suma
en que se enciende el arco de su garra.
Bella ficción de reinas y de reyes…
Oh, carnaval, alegre carnaval,
que unces tus yuntas de mejores bueyes
y aras la carne en el vaivén del vals.
Arado quo revuelcas corazones,
en surcos de dolor y de placer,
y arrancas las raíces y tocones,
que dejaron las siembras del ayer.
A doña Panchita el sol
la hizo de carne trigueña.
El sol la hizo buena moza.
El sol la hizo buena hembra.
Le puso negro el cabello;
negras las pupilas negras;
le puso dulces los labios;
le puso dulce la lengua.
El- La historia de nuestro amor,
que aún sahúma tu memoria,
fue breve como la historia
de la abeja con la flor.
Prisionera de la flor,
la abeja sabe libar
en su cárcel de azahar.
Y cuando liba la esencia,
recobra su independencia
y se vuelve al colmenar.
Niño, de noche lanzábame a la selva,
acompañado del negro viejo de la hacienda,
y cruzábamos juntos la manigua espesa.
Yo sentía el silencioso pisar de las fieras
y el aliento tibio de sus bocas abiertas.
Pero el negro a mi lado era una fuerza
que con sus brazos desgajaba las ceibas
y con sus ojos se tragaba las tinieblas.
¿Qué me dicen desplegadas las nubes,
esas nubes de tus tristes ojeras?
¿Qué me dicen tus mejillas tan pálidas,
esas curvas de tus nobles caderas?
¿Qué me dicen tus mejillas tan pálidas,
tus dos cisnes ahuecando su encaje,
tus nostalgias, tus volubles anhelos
y el descuido maternal de tu traje?…
¡Oh!, yo escucho, cuando tocas a risa,
un allegro que del cielo me avisa,
y vislumbro, cuando el llanto te anega
en los lagos de tus ojos en calma,
las estelas de la nao de mi alma
que en el cosmos de tu sangre navega.
Ensueño que estoy cenando
y que tu espalda es mi mesa,
acostada su blancura,
como en la playa te viera
nadando sobre la ola
o echada sobre la arena.
Mesa desnuda, sin nada
de mantel ni servilletas;
azucarada, olorosa,
pintada de miel de abeja
libada en los azahares
de la luna y las estrellas.
Deja, jibarita blanca,
deja que el jíbaro cante
y que a medianoche suba
la Cuesta del Asomante.
Deja que el jíbaro cante,
que le cante a otro querer,
y que subiendo la cuesta,
lo coja el amanecer.
Esta noche la luna no quiere que yo duerma.
Esta noche la luna saltó por la ventana.
Y, novia que se quita su ropa de azahares,
toda ella desnuda, se ha metido en mi cama.
Viene de lejos, viene de detrás de las nubes,
oreada de sol y plateada de agua.
(A Félix Matos Bernier)
Bajo el manto de sombras de la primera noche,
la mano de Elohím, ahíta en el derroche
de la bíblica luz del fiat omnifulgente,
te amasó con la piel hosca de La serpiente.
Puso en tu tez la tinta del cuero del moroco
y en tus dientes la espuma de la leche del coco.
Como medialuna blanca
en la medianoche negra,
tu blanca piel es la lumbre
que aluza mi hosca tristeza.
Tu piel le reza de noche
a la noche de la sierra
la letanía de la espuma
del salto de agua en las piedras.
Linda rubia: las otras lindas rubias
saben que tú eres la más rubia entre ellas.
¿De qué áureos medievales, de qué onzas
de virreinos en flor, de qué monedas,
por el roce de siglos derretidas,
se amontonan en tus bucles y tus trenzas
la melcocha de oro en que embalsada
salta en rizos de sol tu caballera?
¡Ojos tuyos! Ojos negros, que el amor los enfurece.
Pupilas que se dilatan ante la azul inmensidad.
Astros donde la luz se ennegrece
para que haya estrellas en la claridad.
Viajeros en que el polvo de la Vía Láctea florece,
porque vienen jadeantes de la eternidad.
(A Antonio Pérez-Pierret)
¡Pancho Ibero! Tronco de honda raíz ibérica
y encarnación de la América española.
Una ola te trajo a las playas de América.
¡Pancho Ibero! ¡Bendita sea la ola!
Tramas la dictadura, pero armas la revolución;
que eres a un tiempo pulpero y soñador.
Altamar del Mar Caribe.
Noche azul. Blanca goleta.
Una voz grita en la noche:
-¡Marineros! ¡A cubierta!
Es el aullido del lobo
capitán de la velera.
Aúlla porque ha parido
su novia la luna nueva.
Y todos yen el lucero
que en el azul va tras ella:
ven el corderito blanco
detrás de la blanca oveja.
La golondrina mansa del recuerdo
se ha posado en mi torre de poeta.
Viene de las difuntas lejanías…
Del lado allá de las aradas sendas…
Del sequedal escueto del olvido…
De ti, La amada de una noche bella…
¡Aquella noche!
Una novia en la playa…
Una vela en el mar…
Los péndulos de hojas,
que cuelgan del cocal,
tararean, ean, ean,
la Oración del Jamás.
Las gaviotas se cimbran
en el vuelo fugaz
con que las lleva al nido
la luz crepuscular.
Cuando salí de collores
fue en una jaquita baya,
por un sendero entre mayas
arropás de cundiamores.
Adiós, malezas y flores
de la barranca del río,
y mis noches del bohío,
y aquella apacible calma,
y los viejos de mi alma,
y los hermanitos míos.
Cuando a su dulce olvido me convida
La noche, y en sus faldas me adormece,
Entre el sueño la imagen aparece
De aquella que fue sueño en esta vida.
Yo (sin temor que su desdén lo impida)
Los brazos tiendo al gusto que me ofrece,
Más ella (sombra al fin) se desvanece,
Y abrazo el aire donde está escondida.
Cuando puedas leer lo que hoy te escribo,
Ya yo estaré muy lejos
Por remotos caminos,
En el último viaje sin regreso…
Para entonces te digo:
Toma a tu hermosa madre de modelo;
Ella es aire y es luz y es melodía,
Y es levedad, ternura y sentimiento.
Calabó y bambú.
Bambú y calabó.
El Gran Cocoroco dice: tu-cu-tú.
La Gran Cocoroca dice: to-co-tó.
Es el sol de hierro que arde en Tombuctú.
Es la danza negra de Fernando Poo.
El cerdo en el fango gruñe: pru-pru-prú.
Tuntún de pasa y grifería
y otros parejeros tuntunes.
Bochinche de ñañiguería
donde sus cálidos betunes
funde la congada bravía.
Con cacareo de maraca
y sordo gruñido de gongo,
el telón isleño destaca
una aristocracia macaca
a base de funche y mondongo.
¡Piedad, Señor, piedad para mi pobre pueblo
donde mi pobre gente se morirá de nada!
Aquel viejo notario que se pasa los días
en su mínima y lenta preocupación de rata;
este alcalde adiposo de grande abdomen vacuo
chapoteando en su vida tal como en una salsa;
aquel comercio lento, igual, de hace diez siglos;
estas cabras que triscan el resol de la plaza;
algún mendigo, algún caballo que atraviesa
tiñoso, gris y flaco, por estas calles anchas;
la fría y atrofiante modorra del domingo
jugando en los casinos con billar y barajas;
todo, todo el rebaño tedioso de estas vidas
en este pueblo viejo donde no ocurre nada,
todo esto se muere, se cae, se desmorona,
a fuerza de ser cómodo y de estar a sus anchas.
Es la historia de siempre, los intrusos
se apoderan hasta de nuestros miedos
más infantiles.
Nada dejan librado al azar.
La consumación del sueño, el asesinato
de Trenton deslizado en la silla vacía
del primer morador, las constelaciones
de los primitivos enamorados
que alguna vez pernoctaron por las
raídas habitaciones.
Son las dos de la madrugada de un lunes cualquiera
Hace treinta y dos años en la calle Tres Arroyos
un inesperado crimen nos recordaba que también
se mata por pasión.
Las crónicas oficiales sólo reseñaron
los celos enfermizos del autor de la tragedia
pero nada dijeron de la consternada Laura
la desdichada enfermera que aceptó consumar
aquel ritual con su despiadado amante.
Hay distintas formas de ver pasar la vida
de contemplar lo bello o lo siniestro
que ha quedado perpetuado en algún sitio.
Son esas marcas, espejos de otros tiempos
que vuelven a la memoria y nos recuerdan
que una ciudad también carga con una cruz
en sus espaldas.
Hemos visto noches de miradas eternas.
Los crucifijos esperan el reencuentro con sus dioses.
Mañana es posible.
Las ciénagas han muerto de frío a la intemperie.
Ahora, tus ojos no vacilan en el llano.
Las comadres enlutecen de rubor
cuando el grito quiebra nuestros huesos.
En el límite de todo, tú adorada mía
ahora que la sal del hierro no corroe
los ligamentos del esperma, vienes a mí
blanca, etérea, elevando tus ojos rojizos
por las gargantas del océano.
Condenado amor, la estrechez del mundo
se interna en los mares ultrajados
allí donde la luz del ciego y las camas
de alquitrán ya no alcanzan para contener
la esclavitud de los siervos.
La Grotesca sufre en las piedras de cianuro.
Arrojadas al fuego, abatidas por la furia
de cerebros desahuciados
son el polvo de la bruma.
La mansedumbre abraza los cabellos del ángel
besa sus alas de ciruela y se recuesta
en las costillas del demonio.
Esa pesada carga del deseo
purifica la razón del violinista.
Ella sabe que el virtual descubrimiento
pasa por sus ojos
allí donde los monstruos más sagrados
atormentan el caldo del cartero.
Imperfecta y deleznable
su piel amarga restituye
al visionario de Manhattan.
La vida real es un desgastado
sacerdosio.
En las altas ciudades, miles
de fieles confinan sus almas
para apaciguar el fuego de la carne
la dorada caridad de la limosna
el religioso orden de los días
por venir.
Ahora, que hemos descubierto
en palabras el origen del silencio,
nuestras almas permanecerán
quietas en el horizonte.
Ya no habrá lugar para la duda
ni miraremos con los mismos ojos
la eternidad de la luz.
El vacío cubrirá las anchas veredas
con su obscuro manto de junio
y dejaremos partir mansamente
las cenizas de aquello que no fue.
Dicha y ocaso, gravidez de los rituales.
Línea oblicua del amor en las maletas del viajero.
Los perros ladran su tormento en las trenzas de la
/dama.
Hueco de rencor, antiguos maleficios.
¿Quién ha robado los bastones del ciego
buscando luz en las tinieblas?
88 Buenos Aires
El telón levanta
sus ventanas de odaliscas.
Es una noche más
en un Buenos Aires
vulnerado
por fantasmas que inoculan
sus estigmas,
pero un zumbido
de música herida
invade las capas
más feroces de la jungla.
Los muertos regresan
de vacaciones
desparramando su alma
en un florero.
En esas aguas
vírgenes de odio
escurren el hastío.
Los muertos regresan
del exilio
a reclamar por exiguas
pertenencias adquiridas
a dialogar con la piel
dolida por su ausencia
germen hacedor del olvido.
Hay una historia personal en el fondo del vacío
los rasgos de la infancia son la ausencia
de toda presencia.
Hay una suma de datos registrados como meros
prontuarios, una acumulación de hechos
que trascienden la humedad de las formas
el peso del color, o la longitud del párpado.
I
Suele suceder que el tiempo
transforme los recuerdos
en otros recuerdos
las miradas en otras miradas
las sospechas en otras sospechas.
Cada familia celebra sus ritos
cotidianos, crea de la nada
sus propios fantasmas, inventa
por las noches monstruos clandestinos.
No aquietaremos la pasión en las aguas frutales
ni en los versos triangulares de César Vallejo.
Nos han arrastrado a un extremo vulnerable, a la
/ sospecha.
El cebo destroza las vísceras del poema
pero el centro teje y teje la cordura
aunque las locas del diluvio se aseen en verano.
Juliana espía
desde la cornisa
con sus ojos de rastrillo
y la sopa de invierno.
El latido de una hija
nos contiene en el andamio.
Quiero sembrarme en ti. No me conformo
con tu piel, ni con tu risa, con tu aliento.
No me bastan tus ojos y tus labios.
Tu sangre quiero.
Tenderte junto a mí,
desmadejar tu pelo
sobre el césped, sentirlo embravecido
como el torrente negro.
A lo oscuro corrías
de los bosques, huyendo.
Se llevaba tu sombra la mañana
herida por el fuego,
y a tu voz la arrojaban
en un pozo profundamente negro.
¿Dónde podías ir tú sin voz ni sombra?
¿Dónde esconder la muerte de tu cuerpo?
Vedlo otra vez aquí.
De su vieja piel brotan
absurdamente flores
en salvaje melena enmarañadas:
recientes, frescas, olorosas flores
(así Elvira Gascón lo ha dibujado).
Y de la cueva honda de su boca
a veces una voz terrible sale
clamando; voz oscura
que, inesperadamente traicionada,
al aire se transforma
en un tierno, armonioso,
inexplicable canto.
No intentes posar tus manos sobre su inocente
cuello (hasta la más suave caricia le parecería el
brutal manejo del verdugo).
No intentes susurrarle tu amor o tus penas
(tu voz lo asustaría como un trueno en mitad de la noche).