Madura el trigo
pero las uvas están verdes.
No se hace pan sino se muele el trigo
y tú no serás tú si no te pierdes.
Uno más uno es más que uno más uno.
Cada oveja tontona se apareja.
Madura el trigo
pero las uvas están verdes.
No se hace pan sino se muele el trigo
y tú no serás tú si no te pierdes.
Uno más uno es más que uno más uno.
Cada oveja tontona se apareja.
No soy viudo, soy el muerto
que deja viudos a sus alrededores.
La agonía conozco, la del huerto.
Lo sé muy bien: He muerto. No me llores.
Armando Uribe yaces sin dolores
ya desde el día de tu concepción…
No te amo, amo los celos que te tengo
son lo único tuyo que me queda,
los celos y la rabia que te tengo,
hidrófobo de ti me ahogo en vino.
No te amo, amo mis celos, esos celos
son lo único que me queda.
Padre mi padre el travesaño
de la cruz en mis manos al espíritu
mi espíritu encomiendo. Me haces daño
sin que yo te haga daño siendo
que yo soy niño tu hijo y que me rindo
por qué me has hecho daño y me tienes muriendo.
Soy pobre como la rata
Triste como tía
y toco esta corneta de cartón de cumpleaños
de pequeños deformes
Y la guitarra del cielo suena sola
Con la indolente angustia de la noche
Y las palomas de las oraciones
Vuelan cenizas por la tierra muda.
Tengo una rabia sin gusto a rabia
que se expresa en una sed sin forma de sed
y tiene su ideal en un vaso de agua pero sin agua
sino hiel, hiel, hiel, hiel.
Y quien se oponga se llevará un chasco,
sí, un verdadero chasco,
porque tendrá que tomarse el vaso de hiel,
él él él él él él él él.
Soy un oscuro ciudadano
abandonado en medio de las calles
por el cuchillo sin pan del mediodía,
despojado y marchito
como el reloj de las iglesias,
sin otro oficio que vagar entre disfraces.
Soy el familiar venido a menos,
enraizado a las tabernas
y a la complicidad del bandolero.
No sé de dónde viene mi costumbre
de agravarme a las siete de la tarde.
Quizá sólo por ser un transeúnte
sin bigote o pañuelo, sin zapato ni amante.
No sé para qué vivo y por qué muero,
si ha tiempo me dijeron las gitanas
que tendré vida cara con un final de perros:
o sea que no pienso morir como Dios manda.
Soy bestia umbilical, delgada y andariega,
con un aire de pájaro en la calle.
Atado a los semáforos
por ley irrevocable.
Suelo ser atacado por mis hábitos
y por los vendedores ambulantes
que me auscultan la cara
de bar destartalado y decadente.
Que mi rostro
siga
siempre
pálido:
así
nadie
sospechará
mi muerte.
Indiferencia del mundo
y de las cosas
hacia mí;
indiferencia mía
hacia el mundo y las cosas:
mutua correspondencia.
Transito
y caigo
de pie.
La misma puerta
entreabierta
en un desierto
marchito de sol.
Si la vida consiste en poner caras
pondré unos ojos dulces
y labios sonrientes,
para que Dios, fotógrafo en las nubes,
complete su álbum familiar.
Esta vieja costumbre en consecuencia
de amanecer cansado cada día
con la cara de siempre, el mismo aspecto
-cordero estupefacto, ¡no hay derecho!-,
la liturgia congénita de mirarme al espejo:
descubrirme in fraganti con peineta y dentífrico
-no asienta esa conducta en mansa bestia-;
conciencia de estar vivo y respirando
-con qué objeto, qué sabes-, y otras cosas
que, por último, ahora no tolero:
la plena autonomía de mis gestos
y la fidelidad de mis zapatos.
Engominado, pulcro,
penetro en las iglesias
altivamente cirio
con mi cara de hostia
dominguera.
Y me arrodillo,
y me confieso, y me persigno,
y regreso a la calle
para comprar barquillos
con monedas hurtadas al abuelo.
La tarde se asolea, azul,
en la plaza. Las palomas se congregan
luminosas y amargas
entre volantines y esferas
que se enredan en los cables.
Un niño llora
su gorra marinera
en la cabeza del lustrabotas.
Los hombres sueñan.
Antiguo amor,
te has levantado en mis recuerdos con un murmullo de dolor.
Me hablas de aquella
de quien el viento de la vida ha destruido toda huella.
Dices que inquiera
dónde se ha ido, que es la única alma que a mi alma comprendiera.
La presentida, la que lleva,
nimbada toda de fluídos,
mi derecho a una vida nueva
y el estupor de los sentidos;
la que me arroja en lo velado
de otra existencia con su roce,
viene temblando y se ha cegado:
¡la miro y no me reconoce!
Árbol que, como el hombre, te alimentas del lodo,
pero que alzas al cielo los brazos retorcidos
y, apretado a tus ramas, mantienes alto todo
lo que amas: hojas nuevas, botones, flores, nidos,
quiero tu paz severa, tu fe en orar en vano,
tu esperar, cuando emigran, que las aves regresen;
tu silencio, más hondo que mi cantar humano,
y tu ardor por cubrirte de flores, que fenecen…
Tú te bastas: tú creas la flor que lleva un germen
que en cualquier campo sano perpetúa tu ser:
el hombre, tras de angustias de amores que le enfermen,
pondrá en su estirpe obscuras influencias de mujer.
Estaba blanca, estaba pura,
más que en el tiempo en que vivía;
la envolvió con su gran dulzura
la castidad de su agonía.
Sus ojos fijos en el techo,
ahondados en la gran visión,
las manos puestas sobre un pecho
limpio de humana sensación.
La luz tendió en la tarde ligeros gobelinos,
se hizo pronto un incendio en que el mundo iba a arder,
cayó después en lluvia de azul por los caminos:
yo la he visto variar como alma de mujer.
La luz con unas nubes hizo encendida fragua,
disfrazó a los torreones con un amplio albornoz;
alzó náyades diáfanas de la paz de las aguas:
la luz formó de nada sus mundos, como Dios.
Nunca ciñó tu pecho mi acechanza de niño,
acosté mi deseo como a una bestia herida,
y el ir a ti invisible te pareció un cariño:
salvando tus purezas, creí salvar tu vida…
Desde ese hondo pasado vienes a verme.
Virgen, tus ojos místicos y ausentes
rezan, como las llamas de los cirios.
Virgen, tus manos pálidas y trémulas
piensan, como las manos de los ciegos.
Por tu fervor, mi beso se hizo hostia
y llevó mi alma entera a tus entrañas.
Yo pensé que en tus senos hallaría el olvido,
y eché a dormir sobre ellos mi triste pensamiento:
surgía, como aroma tenue, el anochecido,
y la pasión movía tus trenzas como un viento.
La dulzura suprema adormía el sentido,
cuando rompió mis venas un inundar violento:
venida de la muerte, en una ola sin ruido,
la eternidad entera se puso en un momento.
Desde que se perdió en el horizonte,
llevando, como un manto, mis miradas,
no he dado un paso más en el sendero.
Si vuelve a estos caminos otoñales,
conocerá que, como en una fosa,
yo me he echado a morir en el recuerdo.
A mi hijo
Yo no sé si existen los ángeles,
pero sueño bajo sus alas transparentes.
Yo no sé si se vive después de la muerte,
pero mi madre sonríe en mis ensueños.
Yo no sé si la justicia se hará un día,
pero el Cristo vive en los ojos de los pobres.
Y tú quieres oír, tú quieres entender.
Y yo te digo: olvida lo que oyes, lees o escribes.
Lo que escribo no es para ti, ni para mí, ni para los iniciados.
Es para la niña que nadie saca a bailar,
es para los hermanos que afrontan la borrachera
y a quienes desdeñan los que se creen santos, profetas o poderosos.
Si atraviesas las estaciones
conservando en tus manos hechas cántaro
la lluvia de la infancia que debíamos compartir,
nos reuniremos en el lugar
en donde los sueños corren jubilosos
como ovejas liberadas del corral
y en donde brillará sobre nosotros
la estrella que nos fuera prometida.
Las campanadas escapan del pecho del reloj de péndulo.
Huyen del pozo
y resuenan en la memoria.
La memoria,
esa lechuza ciega huyendo a refugiarse en un árbol hueco.
Para qué me preguntas. Todos moriremos.
Eso no me ayuda. No, realmente no.
Gunnard Ekelof
Lo que importa
es estar vivo
y entrar a la casa
en el desolado mediodía de la vida.
El río pasa recogiendo la calle polvorienta.
Cuando todos se vayan a otros planetas
yo quedaré en la ciudad abandonada
bebiendo un último vaso de cerveza,
y luego volveré al pueblo donde siempre regreso
como el borracho a la taberna
y el niño a cabalgar
en el balancín roto.