Tú y yo estamos condenados
por la ira de un sseñor que no da el rostro
a danzar sobre un paraje calcinado
o a escondernos en el culo de algún monstruo.
Tú y yo siempre prisioneros
de aquella maldición desconocida.
Tú y yo estamos condenados
por la ira de un sseñor que no da el rostro
a danzar sobre un paraje calcinado
o a escondernos en el culo de algún monstruo.
Tú y yo siempre prisioneros
de aquella maldición desconocida.
Por qué esta sensación de ir a buscarte
hacia donde por mucho que vuele
no he de hallarte.
Qué terror sin tiempo ahora me impele
a por sobre tanto terror siempre evocarte.
No ha de encontrar sosiego nuestra pena
(que hallarlo sería comenzar otra condena)
y por lo mismo jamás cesaré de contemplarte.
Ahora me comen.
Ahora siento cómo suben y me tiran de las uñas.
Oigo su roer llegarme hasta los testículos.
Tierra, me echan tierra.
Bailan, bailan sobre este montón de tierra
y piedra
que me cubre.
Me aplastan y vituperan
repitiendo no sé qué aberrante resolución que me atañe.
Desde arriba contemplo a la bestia dentada
y recuerdo que en la infancia jugaba con una réplica
en peluche, mucho menos imponente,
presente en la formación sentimental de todo niño alpino.
El foso es la salida del laberinto medieval,
un camino sinuoso de piedra arenisca ocre
en la que han sido labradas las agujas más sorprendentes
y las ventanas de las viviendas.
Maresmer ver
desmeral dar
dar
ver
verd
verd smerald
Visio smaragdina. Juan Eduardo Cirlot
Un manto de materia verde cubre la montaña.
Verde, verde y verde. La alternancia con el rojo
y la rosa que abre entre hojas verdes, el verde helecho arborescente
y la verde piel del lagarto puntiagudo.
Pido al sol que en tu cuerpo se ufana y destaca
henchido de vigor rojo en las nalgas, mil lados
de la gema más buscada, repentina, ya incendiada.
Tu desvelo me llena y el deseo, tan denostado y
del que tanto dependo, corona mi cabeza y entra
en ti como negro impulso o negro brebaje amargo.
Caminando por la ancha avenida, en dirección norte,
el paso lento y cimbreado, las manos en los bolsillos
del estrecho pantalón vaquero, azul como las largas piernas.
La cadera prieta por el cinturón incitaba a la lectura
de dos inciciales entrelazadas en plata, trofeo ostentoso y viril
que anunciaba vete a ver qué locura desbocada,
allí mismo, en un oscuro lugar, verde y amarillo sobre el metal
quemante de tanto manoseo.
Disfrutaba de la arcana fuerza de juventud
no sin cierto sentimiento de cautiverio o distancia.
Entonces fumaba Gauloises hasta altas horas de la noche
y desayunaba en un viejo establecimiento de nombre extraordinario,
Megas Alexandros.
Alejado ya de la canícula, a medio morir,
mi cuerpo es una suprema anémona ardiente,
cubierto de oro,
víctima de complicadísimos rituales nupciales,
dominado por la luz, ligero como ya no puedo recordadr,
vencido por el agua, dueño, lumbre, rey.
Dueño de los aspectos ardientes e irracionales de la vida,
es capaz de alterar el comportamiento de los animales
en el jardín de Arcadia.
Parece ignorar, hasta el momento,
el suceso maravilloso que ha tenido lugar en el infierno.
independiente y lleno de energía, su poderoso cuerpo,
elástico y sano por los juegos y la guerra,
espera en armoniosa unidad respuesta de los dioses.
La partida
El dos es una casa donde las estrellas titilan encima
de todas las cabezas, el aire blanco, refractario, perfora
los convenidos puntos cardinales. Dices siete palabras
mágicas y un incendio podría despojarlo de todo
su sentido.
Ofrenda a Venus
Todo cuanto florece, todo lo que germina
es un reflejo del oscuro mirto que nace entre las olas.
(a Paul Bowles)
Sonaba en la calle una grabación de la cofradía gnaua
en un charco turbulento
y el inquilino se despertó confuso,
con profunda sensación de desamparo.
Paseó la vista por la habitación en penumbra
y advirtió que aún faltaba hasta que le sirvieran
su acostumbrada infusión de especias,
y con el corazón fúnebre de una rosa
me confesó que se durmió vestido.
(en la casa de Lezama Lima)
Qué impresionante silencio en la angosta saleta,
en el exacto lugar donde la voz atronadora
reclamaba cada tarde su café, en fina taza china,
colado y servido con amor de madre. Remedio certero
para aplacar el ritmo entrecortado, entre risotada y risotada,
y recomendar a Góngora, leer cada día a los franceses,
los de la rosa.
La joven yace envuelta en una fina mortaja de hilo
mientras Orfeo desciende a su encuentro, consumido por el fuego.
La pasión resbala como basalto envenenado o agitado
estuche de rubíes hasta la cintura.
La fina tela, sostenida por la curva de su pecho
plano y bellamente modelado,
cae dejando desnudo su hombro derecho.
Como una actinia oscura, rojo púrpura,
ni hablo mi lengua ni habito en mi país,
soy, eso sí, el heredero de una inteligente familia fenicia.
Heme aquí el fenicio del célebre poema de Eliot
para seguir siendo el ahogado para siempre.
Descubrir el peligro convierte a la ciudad en un lugar
rutinario. El horror da la pista de lo que hay que hacer
en semejante circunstancia, pues se trata siempre de buscar
la salida más rápida en lo que la violencia tiene de aproximación
a nosotros mismos.
Si hubiese creado el mundo abigarrado
y alguien me pidiese cuentas por ello,
lo llevaría a oler la fruta aplastada en el suelo.
Desde el inicio tenía la certeza de que las hormigas
recorrían continuamente mis piernas, decididas,
como luna inmóvil en el recuadro de la plaza.
El color turbio y verdoso de las aguas solidifica
en el aro de jade frío que aprieto entre los dedos.
De las tinieblas de la casa inferior,
una figura llena de majestad ascenderá por un momento,
en cuerpo de diosa, acaso una heroína.
No es seguro cuál sea su destino,
presa de amor, bajo el peso de sus faltas,
en el fuego de la lira, Eurídice,
la amada de Orfeo que vive en el infierno.
Señor de la despedida, su última intervención será
la más perfecta. Rápidamente se aleja de la luz más cruda
como escorpión atento a todo acontecimiento del subsuelo.
Todavía bajo la impresión de lo que acaba de presenciar,
vuelve hacia atrás la cabeza.
La inmensa planicie brumosa, húmeda, helada en su superficie,
tierra y cielo solidificados por meses y meses, no entra el azadón,
los enormes almácigos dispersos al borde de los canales
indican la cercanía de las granjas, extensa granja de ladrillo
y madera entrecruzada alrededor de una enorme explanada
que lleva por nombre Sophienhof, antecedente de mi sangre.
Todo aquel que estudia poesía
anuda en primer lugar la esquina de su turbante,
solitario y azul en torno a la cabeza.
Lo que dice quiere ser diáfano, en palabras cíclicas
que nunca aclaran el enigma, quizá por culpa de la luz
o de tanta desesperación que aflora en ávido tacto.
Sus palabras revelaron a los escogidos los secretos de la creación,
por lo tanto, su posición es importante. Ni sus pies ni sus manos
sirven para sostener la tierra.
Dan ganas de llorar mientras la luz, tan limpia,
se emora en caer sobre los cubos azules de la medina,
la luz es leche en el instante mortecino del crepúsculo
en su insistencia por una huida lenta.
Dejo de caminar mientras la actividad remite
y los faroles de las esquinas dan irrealidad a la fruta,
plátano o Kiwi en un vaso, si dios quiere agua de azahar.
Entre mi padre y yo está la guerra,
aunque a veces las balas sean este silencio,
un silencio que hiere
y levanta arrecifes con dragones,
mentiras herrumbrosas, alucinantes muros.
Cuando mis armas eran la inocencia,
año tras año fui
enumerando su demonios
hasta armarle una cruz para cada arponazo.
Detrás de nuestros vidrios todos acertamos
la doble faz de las épocas.
Pienso en el destierro dentro del mismo anillo,
la reconciliación que siempre nos visita
cuando ya hemos soterrado la confianza.
Antes veía los astros en las caras vecinas
y aquello que nombré alegría
era una tela que no logró velar su gran miedo.
Uno se bebe el cielo cuando atardecen las ciudades, se desliga del mito y tensa otra figuración de la anarquía, que nos fragmenta al delinear la identidad en Juan o Pablo, el norte o el oeste. ¿Qué pensarán los otros cadáveres del mío?, si vamos camino a una densa estocada al trasegar los imperios que nos signa el espíritu, el peso de sus bajas profecías.
De falda en falda se trenza nuestra huida,
porque la libertad
se alisa con el miedo,
y muy contados hombres
podrían sostenerla entre sus cardos.
De la madre a la novia,
de la esposa a la amante,
de la amiga a la muerte,
buscamos esa hoguera que nos ata
todo un enorme siglo hasta el otro derrumbe.
Se extiende mi voz,
alfanje hacia su noche,
hiere las máscaras,
se anilla entre los libros
y alumbra como tigre.
Libertad mía
de diálogo sin rostros,
¿me escucharás
como yo escucho al orbe
ahogarse en un naranjo?
Di nombre a un astro
y oscureció mi pez como ese lirio,
negro para su estirpe,
frágil ante los soles,
borrado en el desierto por la luna.
Morirá una cigüeña,
si permito volar frente a este muelle
cuerpos y mares
que no navegaré,
cuando sean deseados y no vuelvan sus olas.
El fin de la avenida está en el sable de Calixto García, que a caballo se aquieta con la espuma. Yo lo contemplo acostado en el muro, que escinde la ciudad del universo, y alucino el jazz y las mujeres de aquellos trasatlánticos, apenas dibujados por sus luces.
He cruzado esta isla como fiesta de pobre
y creo en sus prodigios,
pero toda la angustia cae dormida a mis ojos
y no llego a decir más que la noche.
Cruzo otra vez la isla y trueco mi destino
entre personas que mueren
de su propio rencor cada mañana.
¿Quién tiene el as de oro?,
¿quién la ruta precisa
donde darán las buenas noches
sin que la barra el humo?
Todo fluye hacia un fin y crea la nueva ausencia.
No podemos asir nuestra fortuna,
traducir santo y seña en múltiples reinados
si hasta vencer nos deja un gesto ocre.
Flotan sobre Itaca
toda mi oscuridad
y mi fulgor:
espadas insaciables
que me vencen y cantan.
Tras sus gaviotas,
la madrugada exilia
mi corazón,
y alcanzarlo no logro
ni en un eco de alba.
Tres mil navíos
se ahogan en sus barrancos,
en los recuerdos,
y me toca en la fiesta
una cifra de olvido.
En la balanza,
otros ojos definirán mi luz y mi tiniebla.
Mi propia nobleza fue la espada enemiga
y navegué muy solo,
sin poder elegir el arpa o el Infierno.
Qué denso es el camino de dos caras.
Aquí el mar violenta sus azules contra los arrecifes y se siente un dolor de lejanías. Los náufragos que vienen de mi tierra conocen esa soledad, una vuelta de tiempo hacia el sueño de quienes no llegaron a encontrar sus flores.
Por estas costas caminó José Martí y fragmentó su corazón que mucho le dolía por las sombras de Cuba, para decir a otros hombres la luz de sus violines, y volver por el rumbo de las mismas palabras hasta la almendra de un país por el mar asediado.
No volveré
hasta mi calle azul,
mi antigua novia,
la negra melodía
que recompone el alma.
Nunca podré
rehacer una sonata
que en su incendio
rescate aquella tarde,
tus piernas y mi asombro.
Estos dibujos
son ya polvo pasado
y tú: la nada,
perdida en un aullido
sobre los pastizales.
La niña escapa en tres venados hacia el fuego,
no la sueñes junto a esas márgenes celestes.
Tú habías esperado su llovizna,
navegabas ya en los pinos de diciembre
y tropieza de pronto tu vuelo anochecido.
Las distancias enrojecen tus fotos
y arden en ellas mis colores,
como tus ojos vencidos por el viento.
Miro en el charco la tarde en que me entierran
y reverdece
la paz entigrecida en torno a mi cadáver,
donde no se despuebla ni una nube,
ni se escucha un solo girasol entre las almas.
Oigo volar por el sauce a los perros
que en una lágrima
entonan su liturgia mientras llueve la tierra,
y afianzan ese grito
cuando todo naufragio va lamiendo el paisaje.
Hay este jueves en mi sangre un retorno
al almendro en cuyas hojas
aún fondean sin mí las carabelas,
la Virgen sobre el agua,
reverdecidos campos como un muerto.
El milenio ya oxida
aquel velamen de lomas y adoquines,
y al sentir tal penumbra
me abraza entre sus cuervos la llovizna.
Ya no advierto la espuma si al besar mi canoa
bifurca mis destinos en el agua,
ni el agua que ha tensado la leyenda,
desde esta incertidumbre hasta esos naranjales
donde rugen los puertos y late Andalucía.
Si hubiese muerto allá sería una piedra anónima,
dispersa en la metáfora del Tajo,
ligada a sus espíritus
como aún me anudo a este dolor
que ha impedido tañer mi novela en dos árboles.
Nadie alcanzó jamás esta mañana
sin desgarrarse en ocres despedidas,
cada fortuna esconde sus heridas
y el silente pavor de una campana.
Uno concibe a Dios como velero
en cuyas tablas se erigen las ciudades.
¿Navego en paz y son mis soledades
esos pájaros que fijan el sendero?
Mientras dura el relámpago,
ardemos lluviosos en su aroma
que ilumina tu cama
hasta volverla un bote,
donde está la pasión tras el diluvio.
Mientras dura el relámpago
-cuyas águilas roen nuestro ayer-,
somos bajo su lumbre
el cuchillo y la fruta
repitiendo un milagro en pos del alba.
No vine de la guerra,
nadie lloró por mí al conjurar los actos
del aciago linaje con que se van los héroes.
No me hice a los océanos
ni volví con un farol a hipnotizar las aves.
Eso no importa.
Es mi pantalla un puerto,
adonde arriban con frutas los mensajes.
Ellos traen rumores de amigos
que nos dicen sus nudos por la estepa.
La estepa tras un sueño
suele ser un fulgor o el infinito.
En este muelle no atardezco solo.
Desgarra un vals
las farolas del muelle
donde imagino:
mi madre en la pradera,
tras la línea del éxodo.
Bailando el vals,
sonríen a color
cinco italianas
para una foto sepia,
como son mis recuerdos.
Ninguna foto eterniza
los minutos más dulces y prohibidos
que prohibidas mujeres
tatuaron en mi cuerpo
y me abrigan contra las tempestades,
cuando el verdor se agota
y me hunden sus gorriones.
En ninguna película,
flota el océano de mi infancia
con sus buques volando sobre los eucaliptos.
Errar en los códigos
que atravesaste soñando como ángel,
no justifica tu piedad por los años baldíos.
¿Cuántas veces al pie de la frontera
se hizo tu piel el doble que te habita?
Aquel deseo fue eclipsándose,
traicionado y traidor -como mal mercader-
que sólo obtuvo pérdidas y un hilo de misterio.
Cuando se llega por fin a lo soñado,
abatido bajo el polvo de esos mundos,
tiende a abismarse nuestra sed
si no hay misterio.
Volvemos peregrinos de nosotros
transfigurando la vasta lejanía.
El lobo nos protege en la tormenta,
la paloma nos oculta el camino,
el lobo y la paloma trastruecan sus dardos
y en una seña se diluyen.
Recordarás el viaje en un tiempo difícil,
donde la tempestad
no fue del todo fiel a sus poderes.
A la hora del caos,
alguna coordenada
dictó los privilegios de tu simple victoria.
No has descendido tanto,
un poco de claridad te salvaría.
Junto al cementerio toca una banda municipal,
las efigies de sus músicos
labran una oración bajo la arena
y en sus notas se fugan los domingos.
Si lloviese, la cruz sería culpable.
Si pasara un murciélago
y se acercara el fin,
ninguno de nosotros hurgaría en sus ruinas.