Não me encontras?
É que não me procuraste!…
Procura-me atrás de tua sombra,
ou na retina de teus olhos claros.
Procura-me entre teus dedos,
ou em tua boca de sândalo.
Eu sou um sopro vivo
à tua vida arraigado.
Não me encontras?
É que não me procuraste!…
Procura-me atrás de tua sombra,
ou na retina de teus olhos claros.
Procura-me entre teus dedos,
ou em tua boca de sândalo.
Eu sou um sopro vivo
à tua vida arraigado.
Hemos puesto en cuestión numerosas gramáticas,
leído hasta la saciedad la experiencia de otros
y en fotografías borrosas perseguido su imagen
inquiriendo un volumen para sus gestos planos,
codiciosos de aquello de que era razonable
esperar sabiduría, para obtener al fin
un pobre patrimonio de terrenos baldíos,
una colección de medallas y cintas
símbolo de triunfos que ya nadie recuerda,
juguetes con encaje sucio cuyos ojos hundidos
remiten a una infancia convencional y anónima;
y nos devuelve a ellos la vanidad del coleccionista
que dice poseer con los objetos su alma; nos miran
con fijeza de búhos disecados desde la redondez de su urna;
una apariencia que es muerte y serrín y grandes ojos de
vidrio.
Si las imágenes se apiñan en un recinto oscuro
nada en ellas hay de movimiento (menos aún hábito de
movimiento);
sí en cambio los ojos de cristal que el taxidermista tan bien
conoce,
con su excesiva holgura en la órbita seca;
un día han de invadir a medianoche
los bulevares de la ciudad desierta,
aterrando con su agilidad a los animales pacíficos,
en una conjunción única que consagre el azar.
Hoy que la triste nave está al partir,
con su espectacular monotonía,
quiero quedarme en la ribera, ver
confluir los colores en un mar de ceniza,
y mientras tenuemente tañe el viento
las jarcias y las crines de los grifos dorados,
oír lejanos en la oscuridad
los remos, los fanales, y estar solo.
En el hueco de tus manos
pongo tu nombre
y lo bebo a sorbos,
tus minerales
se licuan con mis soles
y en la memoria
la leyenda de tu cuerpo
se vuelve mariposa,
limpio las soledades
a tus pasos,
entonces te acuno entre mis ojos
entonces te limpias el sudor
y recoges mis mañanas.
Aquí el espectador se ve forzado
a una actitud esencialmente equívoca
pues la calzada que allá abajo cruza
el valle, nebulosa, lejanísima,
arranca de sus pies.
Y así es menor que exista
un obelisco alzado sobre cuatro columna
que corona un tritón con cabeza de lince,
o un arco de triunfo remadado
por un bosque de cedros y de sauces llorones.
Hagamos un poema,
con tu piel
y mis labios
con la brisa de noviembre
y los aguaceros de junio.
Pintemos de pájaros
y madrugadas
nuestras espaldas sudorosas.
Amamantemos nuestra sed
con el crepúsculo
tímido y solitario
que se corona de lunas
desparramadas
en las gotas
de los inviernos.
Muchachita taimada (tan sin malicia) entonces,
propensa sólo a nuestros juegos lúgubres
por entusiasmo de recién convrsa,
¿quién te reprocharía tu sumisión, no honrosa
a fin de cuentas, al glamour
del boyante cadáver exquisito
a quien todos sin duda hemos amado
alguna vez?
Encerrados en un espacio distante
perfeccionan allí la estabilidad de no ser
más que inmovilidad de animales simbólicos
la escorzada pantera, el mono encadenado
y la fidelidad que representa el perro
echado ante los pies de la estatua yacente;
adquieren aridez en la luz incisiva
bajo las losas de cristal del domo,
traslúcido animal que no perece.
Los dioses nos observan desde la geometría
que es su imagen.
Sus templos no temen a la luz
sino que en ella erigen el fulgor
de su blancura: columnatas
patentes contra el cielo y su resplandor límpido.
Existen en la luz.
Esa carcasa ocre es Helena, la gracia de la nuca
aureolada de cabellos lúcidos.
Los que la amaron son inmortales ahí, en la tierra inverniza,
o bien envejecieron con una pierna rota
dislocada para mendigar unos vasos de vino-
y yo, el giboso, el patizambo, me acuerdo algunas veces
de la altivez biliosa de los jefes aqueos
considerando la pertinencia del combate,
inspiración segura de algún poema heroico
cantor de esta campaña y su cuerpo de diosa:
polvo para quien no la amó, sus versos humo.
Vuelve la vista atrás y busca esa evidencia
con que un objeto atrae a la palabra propia
y el uno al otro se revelan; en el mutuo contacto
experiencia y palabra cobran vida,
no existen de por dí, sino una en otra;
presentido, el poema que aún no es
vuela a clavarse firme en un punto preciso
del tiempo; y el que entonces fuimos ofrece
en las manos de entonces, alzadas, esa palabra justa.
En el brillante centro de la sala se oye
las risas y el reloj. En cuatro círculos
giran las Estaciones, y las Gracias recatan
su desnudez en el coronamiento.
Ágatas y nogal, si se entrelazan
a los pies del reloj, la caja oprime
las resonantes cuerdas, los finísimos flejes y el contenido
cauce de la música.
Río de invierno: ya más escaso
se hace el bajar de las lanchas a las islas
a pleno sol, ya más escaso
se hace el contingente de viajeros
que retornaba a la otra orilla,
en las noches pesadas de calor y acetileno.
El amor del río traía
peces y camalotes sobre el agua profunda,
la resaca de las islas.
La playa se colmaba de silencio y de sombras
y era como si compartiéramos la cena
con los muertos queridos.
Aquella noche una alta fragata
encendió sus jarcias llenas de fanales
en el arrabal del cielo.
Debemur morti, nos nostraque.
Horacio
La ostra,
este molusco ignorante, impasible,
este pez de boca cartilaginosa
que navega hacia la isla
y los austeros acantilados de basalto,
están sujetos a la muerte.
También el hombre y la mujer que en la playa
miran la estela del esquife.
8
Lluvia de la mañana, insuficiente
para empapar el pan: tan sólo lluvia
al corazón, al que yace en la hierba.
No es tanto mi dolor: apenas tiene
los años enfermizos de una infancia.
Tristeza de peste leve
que no horada la carne: llaga indigna
de compasión, de limosna o milagro.
Declina el mes —se esfuma
hacia el río el vapor de la ciudad—.
Llega otro invierno pródigo en vituallas
—en los esqueletos de las balandras
penetra perfumada la corriente—.
Todas las cosas caen, se recogen,
se almacenan —ahora tengo otro nombre
que yo inclusive ignoro—.
Hay en las sentinas de la memoria
señales de agua muerta.
Derivan incompletos los recuerdos
como efigies de monedas leprosas.
Hay naves del pasado
que adelantan el dolor de sus proas
como su cáncer de labio un enfermo.
En medio del bullicio de la tarde
puedo escuchar mi voz,
pura herrumbre de puerto abandonado.
Y es como si buscara en tierra firme
la soledad de las aguas abiertas
donde nacen las islas.
Ansias de clara palabra, de sílaba
de acento luminoso,
como moneda en la taza de un ciego.
Siempre fue viejo —a mis ojos— mi padre
—no sé si por su innata pasión por el tango
que en mi infancia aborrecía, por el sencillo
hecho de ser mi progenitor o por otras
razones que ya no comprendo—. No obstante era
mi padre entonces muy joven, crecido
tal vez por tempranas responsabilidades.
Día
hecho para mí.
R. Alonso
Día mayor, día
hecho para mí, para nosotros,
alto en el gozo, redondo
con la noche que lo cierra
como en aquellas vísperas
de fiestas de la infancia.
Día de navegación, de luz,
de sábanas y peces,
de pájaros y hojas en deriva
hacia las islas, a atolones
en que es dulce perder
la patria y los recuerdos.
Contaba mi padre que mi abuelo tenía
un ojo que siempre le lloraba, producto
de un golpe que le dio brutal mi bisabuelo.
Tendría entre ocho y diez años entonces
y con esa marca vivió hasta los setenta.
Nunca supe qué falta nimia le acarreó
un castigo tan dilatado en la distancia
y el recuerdo: ese ojo lisiado que no obstante
no logró hacerlo cruel ni resentido.
Canto del corazón, que en la noche
poblada de mitos se une
al silencio de la llanura,
al sueño de los potros, a la vigilia
de las aves de los campanarios:
en esta encrucijada del recuerdo
que llamamos infancia,
vuelve tu confusión de aguas y tierras,
de tiempos de aprendizaje, de tiempos
de visitación y vendimia.
12
Hubo otro tiempo en que íbamos a tientas:
yo escribía derecho en los renglones
de mi vida, como hombre responsable.
Pero éramos igual que dos mendigos
que viajan en la noche silenciosa
atravesando un país de lagunas.
¿Qué otras palabras darte te escribí que no fuesen
las más sencillas, las más apartadas
de estas otras, entornos de las cosas?
De los dos fuiste siempre la que hería el silencio,
yo el que no deseaba rebajarte a una voz
lo recuerdo: no sé si en el crepúsculo
de la mañana o la tarde me decías
Qué hermoso es estar vivos, yo el que nunca quería
nombrar más que las cosas que he perdido: el olor
de la primera fogata que el viento
de marzo dispersaba, un perro que dormía
en una puerta junto a un pan, la calle
de un suburbio endomingado.
Noche junto al río. Serena emerge
esta isla en el pensamiento,
en el recuerdo de los días infinitos:
grandes vigas de madera que se elevan
desde el agua, gigantescas agujas
de relojes lunares, o tal vez plegarias
por los muertos insepultos.
Nacías de continuo, isla matutina,
aún no arraigada al fondo de este río,
para acrecentar el verano y nuestros mitos,
entre vuelos de aves que emprendían
sus tempranas migraciones, en las noches
de serenas aguas aluvionales.
Día a día celebrábamos tu nacimiento, la botadura
de las naves recién calafateadas,
los viajes a las provincias extranjeras;
la fundación de un templo, de un gobierno; la luz
de un nuevo astro descubierto por los astrónomos;
Domine, si tu es, iube me
venire ad te super aquas.
Mateo XIV, 28
Parecía cosa fácil
repetir el prodigio
en aquella noche signada
de gracia poderosa,
cosa fácil vencer
la lógica y las fuerzas
con que se rigen el mar y el turbión
que azotaba las naves.
Se congregan junto al fuego de la playa
y la hoguera se extingue con los primeros atisbos de la aurora.
Luego duermen hasta que el mediodía
los despierta con una extraña confusión
de sol tórrido y brisa marinera.
Pasan las horas de la tarde
contemplando el flujo y el reflujo de la costa
o se van a los acantilados a contemplar el panorama
de la bahía, el arribo del utópico buque que los rescate.