A Juan Bernier
Oigo crujir tus hojas y vuelvo a estremecerme,
memoria de noviembre con la fruta en los labios,
pervertido jardín que hollé una vez, descalza,
y en el que, de rodillas, llevé mi frente al suelo.
A Juan Bernier
Oigo crujir tus hojas y vuelvo a estremecerme,
memoria de noviembre con la fruta en los labios,
pervertido jardín que hollé una vez, descalza,
y en el que, de rodillas, llevé mi frente al suelo.
Para Manuel Alvar
Los postigos abiertos, ni siquiera yo misma
tras el sueño baldío, desalentada aguardo
su cumplida palabra en el mar del encuentro.
Cuando luego me llegue hasta su abrazo húmedo
proseguiré mi sueño en su lecho insondable;
en su pasión cobalto, índigo azul, recíproca.
Para Clara Janés
Si ves Moldava abajo, río abajo
-frente a la Isla de Kampa y el Molino del Búho-
un cubo de basura tiernamente mecido,
dulcemente mecido hasta el agotamiento,
no pienses en el cuerpo de Ofelia que las ratas horadan
entre sus muslos blancos, cubo adentro, hasta el fondo;
preserva
su maternal secreto río abajo.
Quizás no sea ternura la palabra precisa
para este cierto modo compartido
de quedar en silencio ante lo bello exacto,
o de hablar yo muy poco y ser tú la belleza
misma, su emblema, aunque tan próxima y latiendo.
Y es también un destino unánime que vuelvan
a idéntico silencio -cuando llegue la hora
de la tregua indecible- mi palabra y tu zarpa.
Apenas alentaba.
Pero atendí su canto
queriendo darle vida. Proseguía
el mirlo en aquel árbol de flores de papel
pasándome el relevo
cuando vino su hedor, como un hocico frío
a decirme la hora.
Con no previsto acuerdo a mitad del verano,
en el torpe sofoco del hueco de la siesta
me recorre una brisa, nuca abajo, la espalda.
Me doblego al quehacer de su oficio envolvente,
y al sueño al que me entrego, mientras arde la tarde
en la impasible llama que no consiente tregua.
De un espeso tejido me rodea tu mundo
por todos los contornos.
Me abarcas como un pecho abierto a la ternura,
como una gran maroma que en surcos se me clava.
Has llegado a cubrirme, definitivo pájaro,
a decirme la vida a tu propia manera,
al modo más hermoso de vuelo sin tropiezo
abrazando la nube.
Estaba abierto el cielo y mi hijo en mis brazos,
tan indefenso y tibio y aterido y fragante
que lo sentí una obra sólo mía, victoria
de un cuerpo paso a paso ofrecido a su cuerpo.
Lo envolví con mi aliento y él tuvo el soplo tibio
en el que una paloma se sostenía en vuelo.
La noche está muy atareada
en mecer una por una,
tantas hojas.
Y las hojas no se duermen
todas.
Si le ayudan las estrellas,
cómo tiembla y tintinea la infinita
comba eterna.
¿Pero quién dormirá a tantas,
tantas,
si ya va subiendo el día
por el río?
No la noche que arrullan las ramas
y balsámica con olor de manzanas,
con el efluvio de la flor del naranjo;
oh, no la noche campesina
de piel húmeda y tibia y sana;
no la noche de Tirso Jiménez
que canta canciones de espigas
y muchachas doradas entre espigas;
no la noche de Max Caparroja,
en el valle de la estrella más sola
cuando un viento malo sopla sobre las granjas
entre ráfagas de palomas moradas;
no la noche que lame las yerbas;
no la noche de brisa larga,
hojas secas que nunca caen,
y el engaño de las últimas ramas
rumiando un mar de lejanos relámpagos;
no la noche de las aguas melódicas
volteando las hablas de la aldea;
no la noche de musgo y del suave
regazo de hierbas tibias de una mozuela;
yo amo la noche de las ciudades.
Como en el áureo dátil de solitaria palma,
orillas de mi predio todo el valle resuena,
tú en mi corazón, dátil amargo, tiemblas
y te inclinas desnuda, sollozo y carne trémula.
De palma en que acongojase con vago son el viento,
dátil fiel donde todos los horizontes suenan,
mi corazón es una carne tuya, tu carne,
cantando entre distancias y entre nieblas.
Hadas divinas hadas!
Creer en las hadas
en las rosadas, felices noches estivales,
y también en esas noches extrañas
cuando entre abismos de sombras en el silencio
del silencio
se encuentra de súbito una líquida palabra melodiosa
como una fresca agua recóndita, un agua
de dulce mirada.
Eran las hojas, las murmurantes hojas,
la frescura, el rebrillo innumerable,
Eran las verdes hojas -la célula viva,
el instante imperecedero del paisaje-
eran las verdes hojas que acercan en su murmullo,
las lejanías sonoras como cordajes,
las finas, las desnudas hojas oscilantes.
Mirarás un país turbio entre mis ojos,
mirarás mis pobres manos rudas,
mirarás la sangre oscura de mis labios:
todo es en mí una desnudez tuya.
Venía por arbolados la voz dulce
como acercando un bosque húmedo y fresco,
y una estrella caía duramente,
fija, la antigua cicatriz de un beso.
En la noche balsámica, en la noche,
cuando suben las hojas hasta ser las estrellas,
oigo crecer las mujeres en la penumbra malva
y caer de sus párpados la sombra gota a gota.
Oigo engrosar sus brazos en las hondas penumbras
y podría oír el quebrarse de una espiga en el campo.
Un largo, un oscuro salón rumoroso
cuyos confines parecían perderse en otra edad balsámica.
Recuerdo como tres antorchas áureas nuestras cabezas
inclinadas
sobre aquel libro viejo que rumoraba profundamente en
la noche.
Y la noche golpeaba con leves nudillos en la puerta de
roble.
Ésta es la canción del niño que soñaba
caminando por el salón penumbroso
de brisa lenta que estremecía sus pequeñas alas,
y oía, afuera, entre los árboles las arpas de la noche,
y voces ¿por qué tantas voces en el silencio?
Toda la noche
sentí que el viento hablaba,
sin palabras.
Oscuras canciones del viento
que remueven noches y días que yacen
bajo la nieve de muchas lunas,
oh lunas desoladas,
lunas de espejos vacíos, inmensos,
lunas de hierbas y aguas estancadas,
lunas de aire tan puras y delgadas,
que una sola palabra
las destrozó en bandadas de palomas muertas.
Cántame tus canciones,
tus esbeltas, desnudas canciones,
esas que se visten de menudas hojas verdes
y hojas rojas,
y hojas verdidoradas,
con cortezas resinosas
y pequeñas piedras pulidas por el agua.
Cántame tus canciones:
las de los delgados cielos azules,
de las nubes azules,
de las montañas azules.
Este verde poema, hoja por hoja,
lo mece un viento fértil, suroeste;
este poema es un país que sueña,
nube de luz y brisa de hojas verdes.
Tumbos del agua, piedras, nubes, hojas
y un soplo ágil en todo, son el canto.
Desde el lecho por la mañana soñando despierto,
a través de las horas del día, oro o niebla,
errante por la ciudad o ante la mesa de trabajo,
¿a dónde mis pensamientos en reverente curva?
Oyéndote desde lejos, aun de extremo a extremo,
oyéndote como una lluvia invisible, un rocío.
Y ésta es la canción de un verano
entre muchos hermosos veranos,
cuando el polvo se alza y danza
y el cielo es un follaje azul, distante.
Y entonces fue cuando vino con las brisas
que se levantan de los arroyos y de sus conchas,
la que cantaba la canción del verano,
la canción de yerbas secas y aromáticas
que arrullaban, cuando a mi lado
la sentía como una tierra que respira
y como un sueño de pólenes y estrellas
que resbalan tibias por la piel y las manos.
Ocurre así
la lluvia
comienza un pausado silabeo
en los lindos claros de bosque
donde el sol trisca y va juntando
las lentas sílabas y entonces
suelta la cantinela
así principian esas lluvias inmemoriales
de voz quejumbrosa
que hablan de edades primitivas
y arrullan generaciones
y siguen narrando catástrofes
y glorias
y poderosas germinaciones
cataclismos
diluvios
hundimientos de pueblos y razas
de ciudades
lluvias que vienen del fondo de milenios
con sus insidiosas canciones
su palabra germinal que hechiza y envuelve
y sus fluidas rejas innumerables
que pueden ser prisiones
o arpas
o liras
pero de pronto
se vuelven risueñas y esbeltas
danzan
pueblan la tierra de hojas grandes
lujosas
de flores
y de una alegría menuda y tierna
con palabra húmedas
embaidoras
nos hablan de países maravillosos
y de que los ríos bajan del cielo
olvidamos su treno
y las amamos entonces porque son dóciles
y nos ayudan
y fertilizan la ancha tierra
la tierra negra
y verde
y dorada.
I
Déjame ya ocultarme en tu recuerdo inmenso,
que me toca y me ciñe como una niebla amante;
y que la tibia tierra de tu carne me añore,
oh isla de alas rosadas, plegadas dulcemente.
Y estos versos fugaces que tal vez fueron besos,
y polen de florestas en futuros sin tiempo,
ya son como reflejos de lunas y de olvidos,
estos versos que digo, sin decir, a tu oído.
I
En las noches mestizas que subían de la hierba,
jóvenes caballos, sombras curvas, brillantes,
estremecían la tierra con su casco de bronce.
Negras estrellas sonreían en la sombra con dientes de oro.
Después, de entre grandes hojas, salía lento el mundo.
Qué noche de hojas suaves y de sombras
de hojas y de sombras de tus párpados,
la noche toda turba en ti, tendida,
palpitante de aromas y de astros.
El aire besa, el aire besa y vibra
como un bronce en el límite lontano
y el aliento en que fulgen las palabras
desnuda, puro, todo cuerpo humano.
Porque la sed había herido toda cosa,
todo ser, toda tierra de hombres…
Y nunca más volvería la lluvia.
Y moría la aldea en el silencio de bronce.
Los flacos perros alargaban sus lenguas hasta las
galaxias.
¿Y sólo en secreto saben hablar los bosques?
Cabelleras y sueños confundidos
cubren los cuerpos como sordos musgos
en la noche, en la sombra bordadora
de terciopelos hondos y olvidos.
Oros rielan el cielo como picos
de aves que se abatieran en bandadas,
negra comba incrustada de oros vivos,
sobre aquel gran silencio de cadáveres.
Cantaba una mujer, cantaba
sola creyéndose en la noche,
en la noche, felposo valle.
Cantaba y cuanto es dulce
la voz de una mujer, esa lo era.
Fluía de su labio
amorosa la vida…
la vida cuando ha sido bella.
Acaricio la yerba
dócil al tacto
suave
y humilde
como el sayal
como el suelo
que lame
que perfuma
la planta que la pisa.
La yerba
se desliza
serpea
como diez mil diminutas serpientes
hechicera
hechizada
susurra
se adormece
y nos sume en sueño traspasado
mientras que en amplias línea altas
huye el cielo
como un gran viento azul
distante.